Por Rubén Monasterios | 6 de febrero, 2016
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¡Albricias! Al menos por un momento Venezuela deja de ser noticia por la corrupción del gobierno, crímenes y hambruna, y sobresale por haber sido “la reina del chocolate en París”.
Precedido por la justa fama de disponer del mejor cacao del mundo, nuestro país fue la nación homenajeada en la 4ª edición del Festival Sens & Chocolat 2016 (5-9 febrero) en Francia. Agradezcamos al Señor Todopoderoso que la robolución no se interesó por la industria chocolatera. De haber sido así, hoy no existiría. Ha sobrevivido a la hecatombe nacional. No sé cómo, pero lo logró y pudo resplandecer en el Festival parisino llevando de la tierra nacional ese “tormento y éxtasis, pecado y tentación, embriaguez y perdición: estas palabras no resultan excesivas para el chocolate”, al decir de la chocolátrica Mariarosa Schiaffino.
El también llamado “ese moreno dulce y suave” por el actor, filosofo, gastrónomo y poeta italiano Ruggero De Daninos, quien lo describe como “cuerpo amoldable, dúctil, cálido, blando, flexible, dócil”… “frente al que ningún voto de castidad ni siquiera sería imaginable”.
Sin compartir el éxtasis de De Daninos por las cualidades del moreno en cuestión, es imperativo admitir la influencia erotogénica del producto en todas sus formas; es asunto fuera de discusión.
La mayoría de aquellos golosos rendidos al deleite de llevarse a los labios una pastilla de chocolate, o de sorber el dulce, ampuloso brebaje, sea frío o hirviente, ni idea tienen de estar ingiriendo un producto de la naturaleza del Nuevo Mundo, venerado como sustancia sagrada por nuestros remotos antepasados centroamericanos. Para ellos era una generosa dádiva de los diosas y la ofrendaban a Xochiquetzal, patrona de la fertilidad. Lo estimaban más valioso que el oro. Las semillas de cacao se usaban como moneda. Un esclavo bien plantado costaba cien almendras. Una ramera hermosa cobraba doce por una noche de retozos. Los príncipes totonecas, mayas y aztecas lo bebían y brindaban a sus mujeres antes de los encuentros amorosos para incentivar la pasión, y después para recuperar las fuerzas. El consumo de energía debía ser bastante, por cuanto esos señores eran poligínicos.
El mito centroamericano concerniente al origen del cacao tiene una buena carga erótica. La planta nace, por voluntad del dios Quetzalcoatl, de la sangre de una dama asesinada por negarse a traicionar a su amante. A partir de la leyenda, el botánico Linneo le dio el nombre científico deTheobroma cacao: alimento de los dioses, al clasificar la planta en 1737.
El encuentro de Colón con el cacao fue escandaloso. En 1502 el Almirante ha fondeado sus naves en las costas de la actual Honduras. Los marinos ven venir hacia ellos una gran canoa cargada de diferentes productos, regalo de los nativos como señal de amistad. La parte principal del obsequio son unas semillas roseonegruzcas, al parecer muy valoradas por los indígenas. Naturalmente, los españoles no entienden el significado de esos raros frutos, pese a la elocuente mímica de los nativos; en consecuencia, estos proceden a una demostración práctica: preparan con las semillas un brebaje y lo beben, dando de inmediato manifestaciones de encontrarse bajo una poderosa excitación sexual. De tal forma, estimulados los indios, intentan llevar a cabo sodomizaciones recíprocas; propósito impedido por los escandalizados hispanos, para quienes dicha práctica sexual constituía el pecado nefando.
Los relatos de los días del encuentro entre las dos culturas dan cuenta del emperador Moctezuma, en 1519, recibiendo, entre otros jefes, a Hernán Cortés y a Bernal Díaz del Castillo, notable cronista de la saga de la conquista de México. El primer homenaje del emperador a aquellos hombres que creía dioses, fue brindarles un tazón de una mezcla de cacao licuificado y maíz molido, enriquecida con especias, llamada xocoatl, palabra azteca de la cual deriva chocolate (xoco, cacao; latla, agua); podría traducirse como “agua amarga”.
Los aventureros lo bebieron, ocultando su desagrado para no lucir groseros ante su elevado anfitrión; pero al cabo de agotar el brebaje, todos sintieron un inesperado estado de euforia. Moctezuma, comprendiendo su reacción y en cumplimiento de las normas aztecas de buen anfitrión, de inmediato puso a su disposición doncellas y efebos de su harén. Cortés no vaciló, y necesitó de cinco muchachas fogosas y hábiles en las artes amatorias para calmar sus ardores; Bernal Díaz del Castillo no dice en su crónica cuál fue su opción ni la de los demás hispanos.
Una vez familiarizados los europeos con la novedad americana, compartir del chocolate se volvió un anticipo de compartir el lecho. Sin embargo, el efecto afrodisíaco del chocolate también despertó miedo al producto. En una de las cartas a su hija debidas a madame Sevigné −una de las mujeres más distinguidas por su lucidez del s. XVII, justamente célebre por esa correspondencia−, le advierte: [el chocolate]… “te enciende todo el cuerpo como una fiebre continua”… y le recomienda no ser indulgente con esa “engañosa bebida”. Foucault escribió respecto al hábito de beber chocolate: “Es casi una forma escondida de embriaguez, de costumbre tenaz”, al notar que la sustancia es adictiva. Claro, en esa época se desconocía la razón.
Otros supuestos efectos ayudaron a difundir el recelo al brebaje. Un escándalo de resonancia continental en el s. XVII lo responsabiliza. La marquesa de Coetlogon parió un niño negro. Se atribuyó el fenómeno al exceso de chocolate ingerido durante su embarazo. Mme. Sevigne ironiza sobre el asunto: desde luego, en el acontecimiento ninguna responsabilidad tuvo un vigoroso esclavo africano servidor en el palacio de la marquesa. Pero el común de las personas no puso en tela de juicio la explicación referida al abuso del chocolate.
No menos alarmante fue el fenómeno de las monjas endiabladas. Mme. D’ Austrel, monja y noble Superiora del Convento de la Visitación de Belley en el siglo antepasado, lo bebía con fruición y lo daba a beber a sus hermanas, justificando el placer logrado a partir del siguiente sofisma: “Dios no puede ofenderse por este pequeño refinamiento, por cuanto Él mismo es perfección”. No obstante, algunos encontraron en ese cándido exceso la chispa de la eclosión erótica entre las religiosas, ocurrida en diferentes conventos franceses en el discurrir de la primera mitad del s. XVII. Vale decir, en el siglo de la expansión del gusto por el chocolate en Europa. El affaire involucró a varios sacerdotes y abates, y su gravedad motivó la intervención de la Santa Inquisición.
Llama la atención una coincidencia: tres de los cuatro escándalos conventuales de mayor resonancia concernieron a las monjas ursulinas, precisamente las más entusiastas del chocolate y creadoras de una delicada golosina, un tipo de bombón de chocolate relleno de crema conocido como ursulino o besito de monja.
Los casos de colectivos monjiles presuntamente endemoniados son los de Aix-en-Provence (1611), Loudon (1634), Louviers (franciscanas terciarias, 1647) y Auxonne (1658). El de las monjas de Loudon inspiró una obra maestra del cine, la producción polaca Madre Juana de los Ángeles (Jarzy Kawalerowicz, 1960).
Aparte del pródigo consumo de chocolate bajo el pretexto de fortalecer cuerpo y alma pro la vigilia y la oración, los casos tienen otros aspectos en común. En todos, la posesión demoníaca tomó la vía del desenfreno sexual y se vieron involucrados como coprotagonistas de los acontecimientos, sacerdotes confesores en lo mejor de su madurez viril, acusados por las monjas de “acoso sexual”.
En el de Auxenne, la implicada inicialmente fue la verídica madre superiora, sor St. Colombe (Barbara Bovée) hermosa dama de cuarenta y siete años de edad para el momento de los hechos. La monja en realidad fue ajena al desenfreno, pero terminó convicta de brujería. La azotaron en público y la confinaron a una celda cargada de cadenas. La infeliz mujer finalmente fue redimida al descubrirse al culpable del alboroto erótico de las monjas, uno de los confesores del convento, el padre Nouvelet. Este hombre “feo pero joven, estimulaba sexualmente a ocho monjas”. Una de ellas… “sufrió grandes tentaciones de la carne por su causa” –dice el expediente del proceso–. “Otras tenían fantasías eróticas, sobre todo durante la menstruación” (Rossell Hope Robbins,Enciclopedia de la Brujería y la Demonología).
¿Hay algo de diabólico en el chocolate?, se preguntaron los teólogos. Quizá en la embelesadora bebida esté escondido Satanás. ¿Acaso no es oscura, color del mal, y no hace caer al cristiano en un vicio asociado a los pecados de la lujuria y la gula? Los demonólogos identificaron al chocolate como la pócima trasegada por brujas y demonios durante el banquete correspondiente a la tercera fase de los aquelarres. “La bebida que toman sirve para preparar la carne para los excesos de la lujuria”… confiesa una convicta de brujería en su proceso llevado a cabo en 1611. ¿Podía ser algo diferente al chocolate?
Los teólogos también plantean en torno al chocolate un grave problema doctrinal: ¿rompe o no el ayuno, beberlo en los días de abstinencia prescritos por la Iglesia? Pese a su apariencia inane en la modernidad, esta cuestión fue motivo de enardecidas y sesudas polémicas durante casi un siglo. Hasta un papa, Pío VI, en la segunda mitad del s. XVIII, intervino en ella… y se inclinó a favor del chocolate. Según su dictamen, podía beberse durante la cuaresma, en tanto se prepara con agua en lugar de leche.
Las reservas de la Iglesia hacia el chocolate alcanzan su clímax cuando se establece la costumbre, primero entre las damas del mantuanaje americano y luego entre las nobles españolas, de tomarlo inmediatamente después de finalizada la misa. Las criollas mexicanas llegaron más lejos y lo bebían durante la misa. La reacción de un obispo no se hizo esperar. Amenazó con excomunión a quienes insistieran en tamaña irreverencia, ¡pero las mujeres le replicaron con una huelga de inasistencia a los oficios sagrados!; al fin se impuso la voluntad del prelado y las rebeldes féminas volvieron al redil.
En Madrid, la servidumbre llevaba al atrio de las iglesias las humeantes y perfumadas jícaras de chocolate a fin de reconfortar a sus amas venidas a la misa en ayunas para tomar la comunión. Las damas, como es natural, brindaban una taza a sus guías espirituales. Los galantes sacerdotes tomaban la iniciativa de compartirlo con las señoras en la sacristía, dando lugar a tertulias un poco demasiado íntimas y no del todo pías.
El evidente relajo llevó al Santo Oficio a tomar cartas en el asunto. Fue comisionado el cardenal Lorenzo Brancaccio para sentenciar sobre la materia, designación harto tendenciosa a favor del chocolate, por cuanto el prelado era un entusiasta de esa bebida, ¡hasta una oda había compuesto en su celebración!
En 1662, tomando como referencia el pensamiento de tan elevada autoridad como Aristóteles, el cardenal Brancaccio determinó que el chocolate era una bebida “por accidente”, vale decir, no originada directamente de la naturaleza, tanto como el vino, admitido en el seno de la Iglesia Católica como parte esencial de la sagrada liturgia; ergo, nada impedía la presencia en las sacristías del primero, tanto como el segundo estaba en los altares.
El chocolate, recurso de Eros, también ha sido útil a Thanatos. Su sabor intenso y dulce, su textura espesa, el añadido de especias… disimulan los venenos escondidos en el brebaje.
La Historia registra varios casos de asesinatos mediante el brebaje y seguramente muchísimos más pasaron inadvertidos. En el s. XVII un obispo mexicano murió envenenado de esa forma por una dama celosa; otra de la corte de Ana de Austria hizo lo mismo con un caballero responsable de su deshonra.
Idéntico procedimiento, aunque con motivo muy diferente, siguió Laura de Vies para eliminar a su marido, el conde Armand de La Valle. Incurrió, además, en la pervertida maldad de confesárselo en el momento mismo de su fallecimiento. Ordenó a los presentes dejarla a solas con su esposo con el pretendidamente piadoso propósito de recibir en la mayor intimidad su último suspiro; entonces la mujer susurró al oído del agonizante, paso por paso, cómo había urdido el plan en complicidad con su amante, el caballerizo del conde, vigoroso gañán que la cogía “como una bestia”. Especificó la clase de veneno usado y otros detalles. Finalmente, la despiadada, esbozando una cínica sonrisa, le pregunta a su marido: “¿Y te gustó ese chocolate?” El conde, hombre de mucha calidad y entereza, ha escuchado impávido la declaración de su mujer, y ante la pregunta responde: “¿Sabes, Laura?, habría sido mejor si le hubieras puesto un punto de canela”.
La investigación de finales del s. XX terminó por clarificar la razón de sus efectos. El chocolate contiene algunas sustancias como la feniletilamina, en el lenguaje de los bioquímicos abreviada mediante las siglas FEA, la cual, no obstante ese nombre, tiene influencia determinante en el más bello estado emotivo posible de experimentar por el ser humano, el enamoramiento. Además, es rico en otra sustancia identificada como anandamina, y de otras dos cuyo efecto es impedir a las células cerebrales deshacerse de la primera, con lo cual se intensifica la sensación placentera.
En resumen, al hartarnos de chocolate ¡ni por asomo se nos ocurre pensar que el dulcísimo deleite contiene elementos químicos estimulantes de las mismas zonas de bienestar del cerebro que la marihuana!
Negro o blanco, licuificado o sólido, amargo o dulce, frío o caliente, puro o mezclado con licores espirituosos, o con pasas, o almendras, o trufas, el chocolate estará por siempre asociado en muy íntima comunión sensual al erotismo.
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