18 de febrero de 2016

EL DESALOJO, por: Antonio Sáchez García / pararescatarelporvenir.blogspot.com 18 de febrero de 2016


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EL DESALOJO


Son como esos borrachos que irrumpen en una fiesta, se apropian de la novia, asesinan al novio, violan a la familia y a sus invitados y se echan a dormir en territorio conquistado. Llame a la policía, que forma parte de la pandilla. Y échese a esperar el juicio de los justos. Acampe afuera. Le saldrán raíces.

Por: Antonio Sánchez García

El desalojo es una figura jurídica y penal asentada en todos los códigos del mundo: prescribe la acción a desarrollar cuando el propietario de un inmueble comprueba el incumplimiento de las obligaciones contractuales por parte de sus inquilinos, viéndose atropellado ilegalmente en sus legítimos derechos. Ante lo cual la justicia dicta una medida que autoriza a la fuerza pública a desalojar, con el auxilio y la potestad de la fuerza, si se hiciere necesaria, a los ocupantes ilegales.

El Diccionario de Sinónimos y antónimos de Sainz de Robles agota todas sus posibilidades. Dice, textualmente, desalojar: sacar, echar, expulsar, lanzar, desahuciar, desplazar, desaposentar. A lo que corresponden las acciones antónimas de desalquilar, dejar, irse, marcharse. Siempre y cuando, desde un punto de vista estrictamente gramatical, el inquilino en penitencia decida irse por las buenas.

No es el caso que nos trae por el callejón de la amargura. Todas las revoluciones, sin excepción ninguna, verdaderas o falsas, cómicas o trágicas, siniestras o benevolentes conocen el término, pues desde Marx en adelante, la teoría de la revolución parte del supuesto que de lo que se trata es del desalojo, por la fuerza de las armas y al precio que cueste – cientos, miles o millones de asesinatos – de los auténticos propietarios e inquilinos de una sociedad dada. De su expropiación manu militari y de su ocupación dictatorial. La violencia, lo dijo Hegel, es la partera de la historia. Marx lo refrendó y Lenin estatuyó el manual de la comadrona. Mao describió con lujo de detalles el bisturí y bautizó el parto como “la guerra del pueblo, larga y prolongada”. Salvo que se refiera metafóricamente al término revolución – revolución de la técnica, revolución de la ciencia, o cualquier otra revolución limitada a un aspecto incruento y específico de la realidad – todas las revoluciones asaltan, no “adquieren” el Poder. Se lo apropian por la fuerza, la estafa, el engaño o directamente mediante un apocalíptico baño de sangre. No mediante elecciones, que, a lo sumo, sirven de preámbulo y plataforma de asalto. Así no suene shakespereano, “todo lo demás es paja”.

Tampoco ha existido una sola revolución marxista – y otras no existen, salvo que sean farsas o comedias – que no se haya instalado en el Poder por la violencia, el estupro, el crimen, el asesinato, el asalto a mansalva, en despoblado y con alevosía. Dicho de frente: toda revolución es, por principio, criminal. Otra cosa son sus legitimaciones ideológicas, que quien esto escribe las conoce de sobra pues dedicó parte de su vida, creyendo en ellas, a estudiarlas. Trátese de Marx o de Engels, de Bakunin o Plejanov, de Lenin o de Trotsky, de Stalin o de Beria, de Mao o de Ho Chi Mihn, de Fidel o Raúl Castro, de Hugo Chávez o de Daniel Ortega, de Nicolás Maduro o Diosdado Cabello, a la hora de la verdad la melodía que suena es monocromática y suena igual: “del Poder que asaltamos con el engaño, la promesa, el estupro y el crimen, y en el que estamos instalados per secula seculorum, no nos mueve ni Cristo.”

Entiéndase que no se trata de un capricho individual, personal o nacional: se trata, como diría un gran pensador, el suavo Friedrich Hegel, de la cosa misma. En el fondo, las sociedades y sus sistemas son grandes edificaciones construidas a través de los siglos para los fines de mantenimiento y supervivencia de los regímenes civilizatorios que albergan. Con sus estructuras de dominación, de cultura, de reproducción material y de identidad que los caracterizan. Quien quiera ocuparlos para otros fines, incluso antinómicos, debe proceder por la fuerza, con violencia y criminalidad. Desarbolarlos, demolerlos, devastarlos. Para después, arrastrados por concepciones absurdas y traídas de los cabellos, disfrazadas de utopías, montar la dictadura que venga al caso. Las más de las veces, “proletarias”, así no venga a cuento.

El resultado de todas las revoluciones, sin excepción ninguna, ha sido la pura y simple devastación del establecimiento asaltado, ocupado y desmantelado. Convertido en bastión de la tiranía ocupante. Sin que al día de hoy y luego de ciento sesenta y ocho años de la primera edición de El Manifiesto Comunista haya alcanzado el paraíso prometido ninguna de las revoluciones marxistas que fundaran sus asaltos y ocupaciones en el espíritu y letra de sus páginas. El propio cumplimiento del Apocalipsis.

Llevamos diecisiete años escribiéndolo, explicándolo, tratando de dejarlo en claro. Los asaltantes que ocuparon el poder y han cumplido a cabalidad su misión de devastar la República no se irán motu proprio. Como ni Sadam, ni Gadaffi, ni Ceacescu, sólo por poner nuestras más próximos ejemplos,  se fueron motu proprio. No digo que Maduro, Cabello y El Aissami deban sufrir la misma suerte. Pero de lo que estoy seguro es que ninguno de ellos se ira de buen modo, dando las gracias, llevando su maletita. Apacible, sosegada, civilizadamente.

Son como esos borrachos que irrumpen en una fiesta, se apropian de la novia, asesinan al novio, violan a la familia y a sus invitados y se echan a dormir en territorio conquistado. Llame a la policía, que forma parte de la pandilla. Y échese a esperar el juicio de los justos. Acampe afuera. Le saldrán raíces.




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