EL
DESALOJO
Son
como esos borrachos que irrumpen en una fiesta, se apropian de la novia,
asesinan al novio, violan a la familia y a sus invitados y se echan a dormir en
territorio conquistado. Llame a la policía, que forma parte de la pandilla. Y
échese a esperar el juicio de los justos. Acampe afuera. Le saldrán raíces.
Por: Antonio Sánchez García
El desalojo es una figura jurídica y penal asentada en
todos los códigos del mundo: prescribe la acción a desarrollar cuando el
propietario de un inmueble comprueba el incumplimiento de las obligaciones
contractuales por parte de sus inquilinos, viéndose atropellado ilegalmente en
sus legítimos derechos. Ante lo cual la justicia dicta una medida que autoriza
a la fuerza pública a desalojar, con el auxilio y la potestad de la fuerza, si
se hiciere necesaria, a los ocupantes ilegales.
El Diccionario de Sinónimos y antónimos de Sainz de
Robles agota todas sus posibilidades. Dice, textualmente, desalojar: sacar,
echar, expulsar, lanzar, desahuciar, desplazar, desaposentar. A lo que
corresponden las acciones antónimas de desalquilar, dejar, irse, marcharse.
Siempre y cuando, desde un punto de vista estrictamente gramatical, el
inquilino en penitencia decida irse por las buenas.
No es el caso que nos trae por el callejón de la
amargura. Todas las revoluciones, sin excepción ninguna, verdaderas o falsas,
cómicas o trágicas, siniestras o benevolentes conocen el término, pues desde
Marx en adelante, la teoría de la revolución parte del supuesto que de lo que
se trata es del desalojo, por la fuerza de las armas y al precio que cueste –
cientos, miles o millones de asesinatos – de los auténticos propietarios e
inquilinos de una sociedad dada. De su expropiación manu militari y de su
ocupación dictatorial. La violencia, lo dijo Hegel, es la partera de la
historia. Marx lo refrendó y Lenin estatuyó el manual de la comadrona. Mao
describió con lujo de detalles el bisturí y bautizó el parto como “la guerra
del pueblo, larga y prolongada”. Salvo que se refiera metafóricamente al
término revolución – revolución de la técnica, revolución de la ciencia, o
cualquier otra revolución limitada a un aspecto incruento y específico de la
realidad – todas las revoluciones asaltan, no “adquieren” el Poder. Se lo
apropian por la fuerza, la estafa, el engaño o directamente mediante un
apocalíptico baño de sangre. No mediante elecciones, que, a lo sumo, sirven de
preámbulo y plataforma de asalto. Así no suene shakespereano, “todo lo demás es
paja”.
Tampoco ha existido una sola revolución marxista – y
otras no existen, salvo que sean farsas o comedias – que no se haya instalado
en el Poder por la violencia, el estupro, el crimen, el asesinato, el asalto a
mansalva, en despoblado y con alevosía. Dicho de frente: toda revolución es,
por principio, criminal. Otra cosa son sus legitimaciones ideológicas, que quien
esto escribe las conoce de sobra pues dedicó parte de su vida, creyendo en
ellas, a estudiarlas. Trátese de Marx o de Engels, de Bakunin o Plejanov, de
Lenin o de Trotsky, de Stalin o de Beria, de Mao o de Ho Chi Mihn, de Fidel o
Raúl Castro, de Hugo Chávez o de Daniel Ortega, de Nicolás Maduro o Diosdado
Cabello, a la hora de la verdad la melodía que suena es monocromática y suena
igual: “del Poder que asaltamos con el engaño, la promesa, el estupro y el
crimen, y en el que estamos instalados per secula seculorum, no nos mueve ni
Cristo.”
Entiéndase que no se trata de un capricho individual,
personal o nacional: se trata, como diría un gran pensador, el suavo Friedrich
Hegel, de la cosa misma. En el fondo, las sociedades y sus sistemas son grandes
edificaciones construidas a través de los siglos para los fines de
mantenimiento y supervivencia de los regímenes civilizatorios que albergan. Con
sus estructuras de dominación, de cultura, de reproducción material y de
identidad que los caracterizan. Quien quiera ocuparlos para otros fines,
incluso antinómicos, debe proceder por la fuerza, con violencia y criminalidad.
Desarbolarlos, demolerlos, devastarlos. Para después, arrastrados por
concepciones absurdas y traídas de los cabellos, disfrazadas de utopías, montar
la dictadura que venga al caso. Las más de las veces, “proletarias”, así no
venga a cuento.
El resultado de todas las revoluciones, sin excepción
ninguna, ha sido la pura y simple devastación del establecimiento asaltado,
ocupado y desmantelado. Convertido en bastión de la tiranía ocupante. Sin que
al día de hoy y luego de ciento sesenta y ocho años de la primera edición de El
Manifiesto Comunista haya alcanzado el paraíso prometido ninguna de las
revoluciones marxistas que fundaran sus asaltos y ocupaciones en el espíritu y
letra de sus páginas. El propio cumplimiento del Apocalipsis.
Llevamos diecisiete años escribiéndolo, explicándolo,
tratando de dejarlo en claro. Los asaltantes que ocuparon el poder y han
cumplido a cabalidad su misión de devastar la República no se irán motu
proprio. Como ni Sadam, ni Gadaffi, ni Ceacescu, sólo por poner nuestras más
próximos ejemplos, se fueron motu proprio. No digo que Maduro, Cabello y
El Aissami deban sufrir la misma suerte. Pero de lo que estoy seguro es que
ninguno de ellos se ira de buen modo, dando las gracias, llevando su maletita.
Apacible, sosegada, civilizadamente.
Son como esos borrachos que irrumpen en una fiesta, se
apropian de la novia, asesinan al novio, violan a la familia y a sus invitados
y se echan a dormir en territorio conquistado. Llame a la policía, que forma
parte de la pandilla. Y échese a esperar el juicio de los justos. Acampe
afuera. Le saldrán raíces.
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