Los maestros de obra del acuerdo de paz han hecho lo imposible en La Habana por crear una nueva institucionalidad para Colombia. Y, por ahora en el papel, lo han logrado. Se entregó el país en 72 horas.
Tras seis años de contactos y diálogos, cuando apenas llegaban a conclusiones etéreas y sin consecuencia, trasladaron la negociación a Bogotá y cambiaron los negociadores. En apenas 72 horas, se ufana uno de los nuevos, se dio a luz una criatura nunca antes engendrada en una democracia moderna. Del afán por cambiar dos milenios de tradición jurídica en un fin de semana surgió un Leviatán, reclamado por las Farc como “una obra maestra”, que suplanta todos los elementos democráticos de nuestro sistema actual de justicia.
Al cabo de los tres días que apenas daban tiempo para redactar, surgió un tribunal omnímodo, con facultades supraconstitucionales, sin límites en el tiempo, con capacidad para revisar las decisiones del pasado y del futuro, tanto en materia legislativa como en materia judicial y disciplinaria. Un tribunal constituyente que colmó plenamente las aspiraciones de cincuenta años de las Farc.
En diciembre del 2015, las partes presentaron al mundo su ‘sistema integral de verdad, justicia, reparación y no repetición’, con los 75 puntos apurados en tres días, creando la llamada Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). En su texto queda claro el golpe de mano a la estructura institucional colombiana. Esta JEP pasa aun por encima de los compromisos que en su tradición respetuosa del derecho internacional el país ha asumido en materia del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, Derecho Internacional Humanitario y Derecho Penal Internacional.
Jurisdicción prevalente
El punto 15 le da la atribución al tribunal de ejercer una jurisdicción prevalente, en caso de que futuras leyes emanadas del Congreso de Colombia puedan implicar una modificación a lo pactado, para quienes se beneficien del acuerdo de La Habana. Esta ‘jurisdicción perenne’, sin límite en el tiempo, por encima de la Constitución actual o de cualquier constitución futura, condiciona al propio poder legislativo. Así, cualquier ley aprobada en un futuro estará supeditada a la jurisdicción especial, que aplicará con carácter preferente su poder para proteger el contenido de lo acordado en La Habana. En la práctica se trata de una revocatoria parcial del Congreso y de su función legislativa y de su control político.
El punto 33 implica la derogación del “poder disciplinario preferente” que la Constitución le atribuye al Procurador General de la República, dándole al Tribunal el poder de revisar y modificar sanciones disciplinarias, provengan de donde provengan.
El punto 49 le quita al Congreso su atribución constitucional de conceder amnistías e indultos (Art. 150) y al Presidente su atribución constitucional de concederlos (Art. 201). Esta atribución rompe totalmente el equilibrio de poderes al usurparlos, pues las amnistías se conceden por decisión de un órgano representativo, como es el Congreso, y el indulto lo concede el Presidente de la República como jefe de Estado, de gobierno y suprema autoridad administrativa. En ambos casos, quienes conceden amnistías e indultos son elegidos popularmente. Con el acuerdo de La Habana queda en manos de un órgano no representativo el concederlas, sin que exista control político alguno.
El punto 51 del acuerdo crea la “unidad de investigación y acusación”, que suplanta a la Fiscalía General de la Nación, pues tendrá la facultad de investigar y acusar. Lo más grave con respecto a esta ‘nueva Fiscalía’ es que no hay instancia que la vigile o la discipline en caso de desvío de sus funciones o abuso de poder.
El punto 52 crea una “nueva instancia de cierre” para la rama judicial en Colombia. En efecto, el nuevo tribunal constituyente, en términos textuales, “tendrá una sección de revisión de sentencias, con la función de revisar las proferidas por la justicia… recibirá los casos ya juzgados por órganos jurisdiccionales o sancionados por la Procuraduría o la Contraloría, siempre que no vayan a ser objeto de amnistía o indulto…”. El Tribunal será instancia suprema de cierre pactada con las Farc, por encima de la Corte Suprema, Corte Constitucional, Consejo de Estado, Consejo Superior de la Judicatura y órganos de control –Procuraduría y Contraloría.
El mismo punto 52 remata la calidad constituyente del Tribunal al crear una figura inédita en la historia del derecho universal, bajo el nombre de ‘mecanismo de estabilidad’ para garantizar la estabilidad y eficacia de las resoluciones y sentencias adoptadas por el Tribunal.
Dicho mecanismo, en palabras textuales del acuerdo, funcionará “si después de que el Tribunal para la Paz haya concluido sus funciones se llegaran a proferir providencias o resoluciones judiciales, administrativas o disciplinarias, con acusaciones de conductas competencia de esta Jurisdicción Especial para la Paz, se constituirá de nuevo el mecanismo… en caso de ser necesario constituirá nuevamente la Unidad de Investigación y Acusación y/o las salas y secciones que a su juicio sean necesarias para procesar el supuesto conforme a lo establecido en la normativa reguladora de la Jurisdicción Especial para la Paz ”.
Estamos frente a una institución que se puede ‘autoconstituir’, de manera indefinida en el tiempo, más allá de cualquier constitución política actual o futura, un verdadero tribunal constituyente con poderes de ‘autoconstituirse’ eternamente.
En su parte final, el acuerdo termina por diseñar todo un catálogo de impunidad que para cualquier estudiante de primer semestre de derecho resultaría inaceptable en el marco de los estándares internacionales.
Al reducir a simples ‘sanciones’ el concepto internacionalmente establecido y aceptado de ‘penas’ aplicables a la comisión de delitos graves, desconoce las exigencias mínimas de penas y justicia del Estatuto de Roma –artículos 77 y 110– cuando crea la figura de “penas privativas de la libertad”. La Fiscal de la Corte Penal Internacional, las ONG globales de justicia, y el Gobierno y el Congreso de Estados Unidos han señalado este punto con profunda preocupación.
Finalmente, el tema del narcotráfico. En palabras textuales, el Gobierno y las Farc acordaron lo siguiente: “entre los delitos políticos y conexos se incluyen, por ejemplo, la rebelión, la sedición, la asonada, así como el porte ilegal de armas, las muertes en combate compatibles con el Derecho Internacional Humanitario, el concierto para delinquir con fines de rebelión (subrayado es mío) y otros delitos conexos. Los mismos criterios de amnistía o indulto se aplicarán a personas investigadas o sancionadas por delitos de rebelión o conexos, sin que estén obligadas a reconocerse como rebeldes”.
Este es el ‘mico’ más grande del acuerdo sobre justicia. En la figura del ‘concierto para delinquir’ podrían confluir delitos como el del narcotráfico y el secuestro extorsivo. En este contexto, basta que se alegue que ‘el concierto’ estaba dirigido a delinquir con fines de rebelión para obtener el beneficio de la amnistía o el indulto. Así, cualquier grupo que no estando obligado a reconocerse como rebelde alegue ser parte de una rebelión contra el Estado podrá utilizar el narcotráfico, el secuestro, la extorsión y otros delitos comunes para financiar su lucha.
Con este Tribunal, el presidente Juan Manuel Santos da un golpe de Estado al destruir el edificio institucional desde sus cimientos. Este monstruo antidemocrático que –sin temor a exagerar– nos expone a un futuro totalitario es lo que el Presidente espera que sus compatriotas refrenden.
El acuerdo de las 72 horas, está claro en lo expuesto aquí, destruye la separación de poderes, que es la esencia misma de la libertad en una democracia. Los amigos de la paz y de la democracia debemos decir a estas pretensiones totalitarias: “Para ese despropósito, no cuenten con nosotros”.
ANDRÉS PASTRANA
Expresidente de la República