Luis XI: LA ARAÑA UNIVERSAL.
Por: Alfredo Coronil Hartmann
-“Quien tiene el
triunfo, tiene el honor”
“En guerra y en
litigio, nunca hay un centavo de beneficio”
“Cuando la
soberbia cabalga al frente, la vergüenza y el daño lo siguen de cerca”
“L´UNIVERSELLE
ARIGNE”, “The spider King” o “The universal spider”, ”Die Universa´l Spinne” o “La
araña universal”, fue el apelativo favorito de sus detractores –y victimas-
más allá de las fronteras que él, con
tesón y talento le dio a Francia. La intención quizá fue peyorativa, en aquella
Europa del siglo XV, aun teñida de baladas medioevales y sueños de caballería,
pero no le resta nada al hombre, ni a la
plasticidad de la imagen, que por el
contrario es felicísima. Que animalito incansable y voraz, y al mismo tiempo
que alejado de la atracción de las candilejas, siempre en los rincones más
oscuros, trabajando y devorando silenciosamente todo lo que le rodea. Así fue
el personaje que hoy nos ocupa, capaz de construir uno de los Estados más coherentes
del mundo, tan silenciosamente, que a 493 años de distancia, un ex presidente
francés –descendiente bastardo de Luis XV y por consiguiente su consanguíneo- Valery Giscard d Estaing, declaró estar
profundamente impresionado por la personalidad del discreto monarca, que
le fue “revelada” por una biografía de
autor norteamericano (Paul Murray Kendall), el ex-mandatario
-cuya sólida cultura es tan ponderada- se ve que no pasó por las manos
de los exigentes jesuitas que me enseñaron
Historia de Francia, en el San François de Xavier, aún tengo en la
memoria, y en mi biblioteca, el texto escolar con la doble imagen de la
extensión del “Dominio Real” antes y después de Luis XI.
Louis XI, Rey de Francia. |
Feo, narizón, cambeto, contrahecho, ladino,
zamarro, intrigante, desleal, vengativo, obsequioso e implacable.
Simultáneamente: perseverante, tenaz, valiente cuándo era posible, servil si
era indispensable, generoso a la hora de comprar una provincia o un aliado,
avaro para todo lo demás, especialmente de la sangre de su pueblo y con él
mismo.
Enemigo de
las guerras, mantenía el mayor ejército de Europa solo para amedrentar a sus
enemigos. “El Rey siempre está preparado”, decía con despecho, su primo, Carlos El Temerario, aquel poderoso y
legendario Gran Duque de Occidente,
que soñaba con restablecer el imperio de Carlo Magno. Luis no soñaba, hacía
todo lo posible, es cierto, pero solo lo posible. Tenía gran apego a la vida,
su médico recibía diez mil ducados mensuales por preservarla, si enfermaba se
suspendían los pagos. Sabía lo que valía su palabra, por consiguiente la daba
sin mayor problema, rara vez la cumplía.
Así Fue
Luis de Valois, hijo de Carlos VII -el rey salvado por una virgen campesina hoy
canonizada- descendiente de San Luis, y
que subió al trono capético con el nombre de Luis XI. Ningún mueble lleva su
nombre, su nombre podría llevarlo
Francia.
Sin embargo
a nadie se le ocurre ponerlo en una lista de grandes reyes, cómo podría
competir este desgarbado, desaliñado y
mal vestido personaje, con su magnífico descendiente Francisco I, o con el
bizarro Enrique IV, ni muchísimo menos con los espléndidos tacones rojos y la
soberbia peluca de Luis XIV “El Rey Sol’: “Luis XIV
representando al sol, ilumina el mundo”. Decían los adulantes de la época, de Luis XI, ni siquiera los
adulantes dirían tal cosa, algún cronista lo calificó de “alma
ruin, indigna de la realeza” de haberlo sabido lo habría hecho ahorcar,
pero más por mantener la disciplina que
porque lo afectara tal afirmación. El decía
“quien tiene el triunfo, tiene el
honor”, por consiguiente tuvo mucho más honor que el que habían acumulado
los reyes de Francia que lo antecedieron.
Orgulloso, de un orgullo y una soberbia disimulados, sabia aparentar sumisión y humildad cuando era conveniente. Si el Rey de Inglaterra, Eduardo IV, le escribía auto-titulándose ‘Rey de Francia’, le respondía firmando Príncipe Luis.
Orgulloso, de un orgullo y una soberbia disimulados, sabia aparentar sumisión y humildad cuando era conveniente. Si el Rey de Inglaterra, Eduardo IV, le escribía auto-titulándose ‘Rey de Francia’, le respondía firmando Príncipe Luis.
Puso fin a “la
Guerra de los 100 Años”, por el método menos caballeresco y gallardo posible,
pero también el más eficaz: compró a los ingleses. Cincuenta mil escudos al
Rey, diez y seis mil a los ministros y un verdadero mar de artículos de lujo,
vajillas, sederas, etc., fueron el precio de la paz. Los insulares lo llamarón
tributo, él lo denominó subsidio, y mientras
Inglaterra se consumía en luchas
intestinas él hizo de Francia la primera potencia de Europa.
Sin embargo
su peor enemigo no fue el Rey de Inglaterra, ni el emperador del Sacro Imperio
Romano Germánico, sino el Gran Duque de Occidente, Carlos , El Terrible o El
Temerario. De raza capética, este primo, formalmente vasallo de Luis XI, no
soportaba su subordinación, por “simbólica” que esta fuera, al monarca.
Para esa
época los dominios del Duque de Borgoña eran mayores que los del Rey de
Francia. Pero Carlos era el polo opuesto de Luis: espléndido, fastuoso, imbuido
de tradiciones feudales, sin sentido de lo oportuno y realizable, quería crear
una nueva Lotaringia, uniendo sus dominios flamencos a la Borgoña, a través, de Lorena o Champaña.
Durante los largos años que duro ese duelo entre el Duque y el Rey, muchas
veces pareció que este último sería aniquilado, inclusive -por un error de cálculo- llegó a ser
prisionero del Duque quien, para mayor humillación, lo obligó a acompañarlo a
exterminar a sus fieles aliados de Lieja. Luis recobró su libertad a un precio
exorbitante: ceder la Champaña a su infiel hermano Carlos de Francia. Nunca se
la entregó.
Después de
esta dura lección cambió de táctica: aparentaba ceder ante las interminables
exigencias de El Temerario, mientras se dedicaba a suscitarle enemigos, a promover
alzamientos en sus territorios, a
impulsarlo a un permanente desgaste, haciéndole creer que, era invencible. Dio
sus frutos, Carlos después de varias
derrotas a manos de los suizos -aliados y subvencionados por Luis- , murió de
una forma digna de su vida cruel y atropelladora, fue encontrado desnudo,
cribado a lanzazos, en un helado rio lorenés (tuve la posibilidad de ver, en el
castillo de Chantilly -en Suiza- los
impresionantes despojos de su tienda de campaña, digna de un Rey oriental). -
Mientras
tanto, Luis recibía gozoso la noticia -y
la herencia, porque Carlos no tenía hijos varones- en su castillo campestre de
Plessis-les-Tours, cuyos amplios y bellos jardines adornaban con frecuencia los
cuerpos rígidos de numerosos ahorcados. “Los ahorcados -en los Jardines del Rey Luis- son frutos de todas las estaciones”,
murmuraban, respetuosos sus vasallos.
Pero hemos
de decir que castigaba a los poderosos, a los que representaban un peligro para
los designios de la Corona. Grandes títulos cayeron bajo el hacha del verdugo: el
Duque de Nemours, el Condestable de Saint-Pol y muchos otros. El Cardenal La
Balue, sospechoso de traición, debió a su condición de Príncipe de la Iglesia,
el salvar la vida: pero una caja de madera y acero, de ocho pies cúbicos, fue
su único alojamiento por largos años.
Luis temeroso, con razón, de una nobleza voluble
se rodeó de gentes de los gremios:
Oliverio el gamo, Tristán el ermita, o Coictier uno de los médicos mejor
pagados de la historia. De ínfima condición y detestados por todos, ellos
sabían que perdiendo al Rey perdían todo, por consiguiente, cuidándolo se
cuidaban ellos. El cancionero popular, frecuentemente sabio, lo resumía así:
Berry está muerto (Carlos, el
hermano del Rey, duque de Berry),
La Bretaña duerme,
La Borgoña esta castrada,
El Rey trabaja…
Pero la
obra de Luis no se limitó a la adquisición por variados métodos, de extensos
territorios para Francia. Desarrolló una eficaz política económica y
administrativa: estableció el correo como servicio permanente, propugnó la
unidad de los pesos y medidas, aconsejó
la abolición de los peajes interiores, incrementó la industria y el comercio, y
mantuvo dentro de lo posible la paz en su reino.
Vivió sin
lujos, un gorrito desgastado adornado con medallas de plomo de la Virgen y un
traje ajado constituían su atuendo habitual. Sin embargo, sabía revestirse de
la pompa necesaria, cuando esta era útil a sus propósitos, y la corona
flordelisada, el armiño y el terciopelo azul lo recubrían cuando entró a
presidir los Estados Generales, convocados por él, para anular la cesión de
Normandía hecha “bajo coacción”.
En sus últimos
años y obsedido por el temor de la muerte, trató de conjurarla por todos los
medios imaginables, llegó a hacerse consagrar dos veces, haciendo llevar “la
sagrada ampolla” desde la catedral de Reims -posiblemente el único Rey que lo
ha hecho- para hacerse ungir una segunda vez y atemorizar así a la segadora
implacable. Tenía persistentes pesadillas en las que se le aparecían sus
numerosas víctimas; se revistió de todas las galas reales, hasta trató de “sobornar” a un hombre
insobornable, San Francisco de Paula, por quien tenía veneración profunda, el
santo hombre lo convenció que, lo que debía hacer, era prepararse a bien morir. Hasta que ¡por fin! convencido de la inevitabilidad biológica,
aun le puso plazo a su existencia: “Yo no me moriré sino el sábado - era lunes-
porque Nuestra Señora en quien yo he tenido tanta fe y devoción toda mi vida, me querrá conceder esa gracia”. Y murió el
sábado, a las ocho de la noche, del día 30 de agosto de 1483.
Se cuenta
que tuvo una larga entrevista con su hijo y sucesor Carlos VIII, apenas un niño
para esa fecha, a quien lo dio estos consejos: “Yo pensé
mucho sobre el arte de reinar, antes de ser Rey. Yo estudié a los hombres, su
carácter, sus pasiones. Por eso los atraje por el halago, los domine por el
terror, los sujete por sus vicios. Para conocer sus secretos, he hecho pesados
sacrificios: y he sido bien pagado. Yo he sido duro, implacable, cruel: pero
espera para juzgarme. Yo tenía que eliminar una autoridad que se enfrentaba a la mía y
amenazaba con aniquilarla. La Francia es un bello árbol que necesita, para
extender sus raíces, mucho suelo, mucho aire y mucho sol, para extender sus
ramas. A sus pies yo he limpiado el terreno, y
fue a golpes de hacha, yo he hecho grande el espacio
alrededor de sus ramas”.
La herencia
capética nunca había recibido tan formidable incremento, el mismo decía: “Los
sucesos -con la ayuda de Dios- siempre me han liberado de mis enemigos en el momento oportuno, han respondido a mis más vastas esperanzas.
Todo languidece alrededor de mí o muere,
y todo muere en mi provecho.
Hay un Rey en el mundo
-el mundo lo dice- y es el Rey de Francia. Me he atraído a los flamencos.
Inglaterra y España han bajado las armas. La Hungría y la Bohemia ambicionan mi
alianza. Los venecianos han pedido mi amistad. Milán está de corazón conmigo y
los suizos son mis aliados. No existe más de Casa de Anjou, ni la Casa de
Borgoña, yo he colocado sobre sus ruinas y para siempre las flores de lis de
nuestra casa”.
Borgoña, Picardía,
Maine, Anjou, Rosellón, el Franco Condado, Provenza, Artois. Revisando esta
lista alucinante de provincias, sin las cuales no se puede concebir a su país, es inevitable sentir
admiración profunda, por este bellaco admirable, por este hombre que no tuvo de
admirable sino su inteligencia y sus resultados, y sus resultados fueron:
Francia.
PS.
Un comentario final, que considero
pertinente y que evidencia la visión moderna de este monarca absoluto del Siglo XV.
Paradójica, para un Rey de derecho divino, más aún siendo francés, fue su
valoración clara de la importancia de la “imagen” que -a él, en su fuero
interno, le era indiferente- pero cuyo valor político comprendía muy bien, su
menosprecio por su apariencia personal era genuino, pero fue
el primer rey cristiano de Europa, que se hizo atribuir el tratamiento de
“Majestad” hasta entonces reservado a los titulares del Sacro Imperio Romano
Germánico y declaró oficialmente: “El Rey de Francia no reconoce superior sobre
la tierra”.
También
como lo decimos en el trabajo precedente, cuando lo consideraba útil, se
revestía de la pompa real y creó la Orden de San Michelle para estimular a la
nobleza. Y ejerció –imagino que con fastidio- su papel de Gran Maestre.
Siempre
asoció gloria y resultados, mantuvo y mejoró sustancialmente la artillería
creada por su padre Carlos VII, profesionalizó y doto generosamente al ejército
y a la marina y las utilizaba como fuerza disuasiva, esquivaba si era posible,
los conflictos armados y lo expresó: “… en guerra y en litigio, nunca hay un
centavo de beneficio…”.
Si era
necesario combatía, y lo hizo con arrojo. Conocía bien el valor político de la
riqueza, por ello compraba todo lo que estaba en venta, aliados, provincias,
adversarios, talentos, “recicló” y mantuvo a su lado, colmándolos de honores y
bienes, a los más capaces colaboradores de Carlos “El Temerario”. También
practicó la guerra económica, en tiempos de torneos y justas caballerescas.
Si
hiciéramos acto de fe, en la “grafología” su firma, en aquellas épocas de
rubricas rebuscadas y barrocas es impresionantemente moderna, por ello he
conservado -de mi otrora importante colección
de manuscritos históricos- un autógrafo suyo, siendo aún Delfín de Francia, que
contrastado con la letra del escriba, secretario o calígrafo de el texto que la
precede, es impactante.
Itaca 24 de
julio de 2015.
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