Cuando la complacencia ofende
La decisión del Gobierno de Renzi de tapar las estatuas desnudas para no turbar al presidente iraní reabre el debate sobre los límites de la diplomacia económica
Pablo Ordaz - 31 enero 2016
La operación resultó perfecta, si bien en el sentido contrario al deseado. Las cajas de madera que, por decisión del Gobierno de Matteo Renzi, fueron colocadas en los Museos Capitolinos para evitar que la desnudez de las estatuas turbasen al presidente iraní, Hasan Rohani, mientras dejaba en Italia una inversión de 17.000 millones de euros alcanzaron un objetivo muy distinto: poner al descubierto las vergüenzas de anfitriones e invitados. Al tiempo que los medios de todo el mundo difundían las imágenes tan chocantes de los burkas de madera sobre la belleza de Italia, una reflexión en forma de pregunta cobraba fuerza en los diarios y en la calle: ¿merecía la pena, por no ofender al presidente de Irán, ofendernos a nosotros mismos?
Nunca una decisión del joven Renzi había logrado tal unanimidad. No fue posible encontrar a nadie que, al menos en público, alabase la medida. Ni por la forma ni, sobre todo, por el fondo. Desde la portada del diario La Stampa, el siempre brillante Massimo Gramelini fue tal vez el más duro, por cuanto abordó el asunto como el síntoma de una enfermedad más grave. Según el escritor, los “genios del protocolo” que cubrieron las estatuas para evitar que el presidente Rohani sufriera “un revolución hormonal y rompiera los contratos” no son más que los dignos herederos de una forma de ser italiana. Aquella que trata al huésped como si fuese el dueño, que se disfraza de “alemán con los alemanes, de iraní con los iraníes y de esquimal con los esquimales”, que “llama respeto al ansia típica de los siervos por complacer a quienes los asustan” .
Dice Gramellini que esa tradición, “hija de miles de invasiones y batallas perdidas incluidas las de la propia conciencia”, empuja a los italianos —y seguramente no solo a ellos— a un comportamiento asimétrico con los Estados musulmanes: “Si una italiana va a Irán, se cubre justamente la cabeza; si un iraní viene a Italia, le cubrimos injustamente las estatuas. En ambos casos —en ambos mundos— nos cubrimos siempre nosotros”.
La operación, descubierta casi en directo por los medios italianos, fue digna de una película de Anacleto. Apenas unas horas antes de la visita de Rohani, un comando dirigido por Ilva Sapora, la jefa de protocolo del palacio Chigi, aparece en los Museos Capitolinos con la orden de cubrir las estatuas. El problema surge cuando, después de haber vestido de madera toda la belleza clásica del recorrido de Rohani, llegan a la sala Esedra y el comando se detiene ante la estatua de bronce del emperador Marco Aurelio, la única ecuestre que se conserva de aquella época. Las miradas de los agentes de tan delicada misión convergen en un punto, mientras surge la duda en forma de pregunta: ¿Le molestarán también al presidente Rohani los atributos del caballo? No se sabe si por falta de madera o de tiempo, la opción elegida es la de desplazar los atriles de Rohani y Renzi para que, en vez de debajo mismo de Marco Aurelio y su caballo, se sienten a una prudente distancia.
Mientras los empresarios italianos e iraníes firman acuerdos por valor de 17.000 millones de euros, Rohani y Renzi aguardan sentados, charlando distendidamente, como dos buenos amigos, sin saber que a esa hora ya se está cociendo en los diarios una polémica que traspasará las fronteras y de la que ellos se desmarcarán al día siguiente. La jefatura del Gobierno italiano se lava las manos atribuyendo el asunto a un “exceso de celo” de su jefa de protocolo. Y Rohani, durante su visita del martes al Coliseo —qué alivio un monumento sin desnudos—, atribuye la polémica a “un caso periodístico”, asegura que en ningún momento exigió una medida así, y añade: “Los italianos son un pueblo muy hospitalario que intenta hacer de todo para que uno se encuentre a gusto”.
El día antes le había dicho al Papa: “Somos todos hermanos, somos flores del mismo jardín de Dios”. Ya se sabe que la diplomacia consiste en situar una sonrisa en el lugar de una pregunta obvia: ¿también son flores del mismo jardín las adúlteras lapidadas y los homosexuales ahorcados en Irán?
De ahí, que recogiendo el hilo de Gramellini, el periodista y escritor Michele Serra se hace una pregunta en la portada de La Repubblica: “¿Merecía la pena, por no ofender al presidente de Irán, ofendernos a nosotros mismos?”. En su respuesta, Serra aprovecha lo particular del caso para observar el problema desde una perspectiva más amplia. “La gestión de la ofensa es el problema fundamental entre el Occidente y el Islam. Y con las debidas excepciones, los occidentales han aprendido a gestionar las ofensas. Tal vez por oportunismo, quizás por tolerancia, o por ambas razones, que van del negocio es el negocio –y por tanto conviene cerrar un ojo ante las heridas inferidas a los derechos civiles en tantas partes del mundo—(…). El Islam, en cambio, no sabe gestionar las ofensas. La relación con los diferentes no parece figurar entre sus facultades. Y ayudarlos es difícil. Pero no hay duda de que esconder nuestras cosas más preciosas para no irritarles no los ayuda y además los mantiene en su incapacidad (ruinosa sobre todo para ellos) de aceptar la variedad del mundo, la potencia vital de la diversidad de cultura y de mentalidad”.
Michele Serra concluye diciendo que el Islam es “un interlocutor demasiado importante como para hablarle escondiendo la cara”.
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