LA FRANCIA DE LOUIS XIII.
por: Alfredo Coronil Hartmann
EL TRÍPODE DL PODER
Resulta en extremo
interesante, hacer algunas consideraciones sobre la admirable
triada que gobernó
a Francia, en ese período de su historia, sobre cómo se
complementaban y completaban y balanceaban entre si las fuertes personalidades
de tres hombres, cada uno a su manera, extraordinarios. De cómo operó
y funcionó un verdadero equipo de gobierno, no sólo homogéneo sino
orgánico, porque este es un hecho válido, escaso y vigente
en cualquier tiempo histórico.
Los personajes, además de el
Cardenal Richelieu, son el Rey Luis XIII y una figura empeñada en escamotearse, François Leclerc
du Tremblay, Barón de Maffliers, quien oculto bajo un sucio hábito gris de
capuchino, de la Orden de San Francisco, entró a la Iglesia y a la Historia
como el padre José de París, el más apasionante y extraño de los
tres.
Eran tiempos en que el “poder
divino de los reyes” pasaba de padres a hijos entre los descendientes de aquel conde
de París, que iniciara
con medios tan exiguos, y gracias a una elección casi
condescendiente de sus pares, la formación
y unificación de la nación francesa. No era pues necesario venderle el alma al
diablo para financiar campañas
electorales millonarias ni andar creándole falsas espectativas a los
desposeídos, ni fingiendo amistades de ocasión, la monarquía
francesa -ha tiempo olvidado su origen
electivo- estaba sólidamente afianzada, ya ningún conde, por antiguo e ilustre que fuese, podría
responderle al monarca, como lo hizo el conde de Perigord a Hugo Capeto, quien
lo increpo diciéndole, “acuérdate quien te hizo conde”, con sereno aplomo, el
antepasado de Tayllerand, le ripostó: “acuérdate quien te hizo Rey”.
Luis XIII, buen guerrero, mediocre hombre de Estado.
Luis XIII, buen guerrero, mediocre hombre de Estado.
No, desde Luis XI, quien estableció aquella
perla: “el Rey de Francia, no reconoce superior sobre la Tierra”, y adoptó el
título de Majestad, hasta entonces reservado al emperador del Sacro Imperio
Romano Germánico, el monarca podía hacer su capricho y sabía que nadie le
pediría cuentas por su actuación. Sin
embargo, el hombre que fue Luis XIII, conocía sus propias
deficiencias y virtudes, se sabía excelente soldado
pero su habilidad como diplomático y administrador dejaba mucho que desear, por
otra parte, sin dejar de reconocer sus cualidades de estadista, detestaba
cordialmente al orgulloso y ostentoso Richelieu, vástago de una de
las más antiguas y nobles familias feudales de Francia -
-aunque sin medios apreciables de
fortuna- que se proclamaba igual a la familia real, los
Rochechouart; y cuya catadura moral –la de Jean
Armand Du Plesis, bastante heterodoxa- chocaba al
virtuoso y estoico monarca. Resultaba muy difícil imaginar
que Luis terminaría por delegar el gobierno en el hombre que detestaba y a
quien consideraba como uno de los culpables del distanciainiento entre él y su
madre, la gorda y lasciva María de Medicis, cuya
debilidad por Richelieu parece no haber sido puramente espiritual.
El milagro lo hizo posible el
padre José, confesor ocasional y consejero del Rey, este respetaba y admiraba en él, su fervor y ascetismo, sin
percibir
quizás la otra cara de su
enigmática personalidad, definitivamente doble y que hacía que convivieran en él -según
acertada frase de Richelieu- dos hombres: el profeta Ezequiel y “tenebroso—
cavernoso”. Así, combinación increible, se engranaron el
moralista autócrata, el prelado sensual y calculador y el ascético
franciscano, para edificar el despotismo más sólido de Europa y
asegurar la preeminencia francesa que para los tres
representaba una empresa divina, después de todo, ellos no habían inventado
aquello de gesta Dei
per francos se limitaban a creerlo. ..
El capricho de algunos
historiadores, Hollywood y Alejandro Dumas, han terminado por desdibujar a los
otros dos personajes, sin los
cuales nada hubiese sido posible, y Richelíeu aparece solo. Lo más
curioso de todo es que el sobrenombre de la eminencia gris, que ha
pasado al uso moderno como sinónimo del poder detrás del trono, es
atribuido generalmente al Cardenal, lo cual –evidentemente- no tiene
sentido, ya que el color cardenalicio es el rojo y
Richelieu podía ser cualquier cosa menos gris, la eminencia gris evidentemente era el padre
José, sucesor designado, Ministro de
Relaciones Exteriores y jefe de la policía secreta, además de guía
espiritual y confesor de “la Orden de las Hijas del Calvario”, pero de tal
manera se entrecruzan y confunden los tres protagonistas que como en el dogma
católico de la Santísima Trinidad, son uno y trino, tres en uno
solo.
“TENEBROSO-CAVERNOSO”
Pocos personajes a lo largo
de la Historia presentan un caso tan interesante de personalidad escindida como
François Lecrec du Tremblay, Barón de Mafliers, quien pasó a la
posteridad por un sobrenombre todavía más modesto que el que eligiera
para su sacerdocio franciscano; aquel padre José de París, nos es
conocido, simplemente, como la “eminencia gris”. Su personalidad constituye uno
de los más apasionantes enigmas de la Historia de su tiempo; jugó un papel
absolutamente imprescindible en la política que, dirigida por el cardenal
Richelieu, llevara a Francia a convertirse en la potencia más importante de
Europa, durante dos siglos y a consolidar en las manos
del Rey Luis XIII un absolutismo del que hasta entonces
–con la sola excepción de Luis XI- habían
carecido los monarcas galos que lo antecedieron.
El Padre José de París |
François du
Tremblay tuvo una juventud alegre y un tanto disipada. Parecía
ser muy afortunado con el bello sexo, galante y bien educado.
Todo indicaba que el joven se convertiría en un cortesano de éxito, en aquellos
tiempos de los validos, favoritos y privados
¿Qué extraño mecanismo llevó al Barón de Mafliers a abandonar
el esplendor de la Corte, su título nobiliario, su estatus,
para convertirse en un simple sacerdote, vestido con una mugrosa
sotana gris, de la que derivara el nombre paradójico de la “Eminencia
gris”. Un hombre que recorrió, a pie
y descalzo, miles de kilómetros de Europa, llevando los más
importantes mensajes, que cambiaron el curso de la Historia; hay que decir que
el franciscano que se llegó a convertir en ministro de Relaciones
Exteriores y jefe de la policía secreta del cardenal Richelieu, compaginaba
estas labores con las de ser guía espiritual de una congregación de religiosas y
lo más interesante es que, a diferencia de Richelieu, en él había auténtica fe
de cruzado, podríamos hablar de fanatismo, de elevación mística, que difícilmente
podemos concebir mezcladas con los artilugios
de un jefe de policía secreta y de ministro de Relaciones Exteriores del
absolutismo más sólido de Europa.
Es importante señalar como utilizaba el poder de la oración y ponía a rezar
a miles de monjas a la misma hora, por el éxito de determinada empresa de “su Majestad
cristianísima”.
Aldous Huxley, en un libro
que le dedicara y que titula “La Eminencia Gris” y subtitula Tratado
sobre Religión y política, explica por qué complicados
mecanismos mentales el Padre José eliminaba todo el mal que había en sus
acciones, para justificarlas por la causa que perseguía, que, al fin y al cabo, no era otra cosa que
reconquistar para Francia aquel papel de hija primogénita de la Iglesia, que
recordara Jorge Luis Borges, con su fina ironía, al decir que nunca había
entendido el significado de aquella expresión; Gesta dei per francos, es decir, en una traducción algo liberal, los
francos -antepasados de los
franceses- eran los llamados a llevar a cabo los designios de la divina
providencia.
Ese es un momento de la
Historia Universal en el que se da un fenómeno extremadamente curioso. La
interrelación, conexión y cooperación de tres personalidades muy fuertes, cada
una a su manera y radicalmente distintas entre sí. El Cardenal-Ministro
sutil, hábil, frío, calculador; el Padre José con los ojos
llameantes de una fe alucinada, apasionado y corajudo batallador,
pero no ajeno a los vericuetos de la Política y maestro de
diplomáticos; y, por último, el Monarca, aquel Rey
Luis XIII, que tan mal y tan injustamente trataran los
escritores de “folletones”, y que es todo un personaje, digno de
un estudio profundo, porque poseyó uno de los más raros talentos en un jefe de
Estado, más aun si se trata de un jefe de Estado hereditario y de derecho
divino, Luis XIII reconocía el genio superior de Richelieu, sabía que podía
manejar mejor que él el timón del Estado, admitía sus limitaciones frente al
grande-hombre pero, al mismo tiempo, ni por un momento
delegó la suprema instancia que le
correspondía. Cada
día
le hizo sentir, a su atormentado ministro, cómo pendía de un hilo tenue, en
el que
se balanceaba como una pequeña araña al soplo del viento y el hilo…
pendía de las manos de Luis, duro, a
veces cruel, valiente soldado y que se empeñaba en ser apodado “EL Justo” .
Esta rara circunstancia de
que un hombre con el Poder en la mano reconozca la superioridad intelectual de otro y le entregue el manejo del
Estado, más que una demostración de sus limitaciones es la
demostración de su personalidad y sentido de la Historia y una demostración de su talento, escogió el
mejor hombre para el momento preciso.
Nunca apreció, ni
siquiera tuvo simpatía por Richelieu, le molestaba su ostentación,
su soberbia, su conducta en algunos aspectos que él consideraba reprobables, y
la hipocresía de su pretendida fe, no obstante el capelo cardenalicio. Por
estas mismas razones sentía un respeto reverencial por el Padre José, el
frugal
sacerdote que apenas comía mendrugos de pan y un vaso de agua, o un poco de
carne cruda, se mortificaba en forma cotidiana y se negaba
a utilizar carrozas para respetar los preceptos de su Orden y
recorría a pie, sangrantes las plantas, los embarrialados
caminos de Europa, solo en sus últimos años, admitió que se
solicitaran dispensas, para facilitar sus desplazamientos, para asuntos tan
nimios como ir a embaucar al emperador Fernando III o a su mismísima Santidad
el Papa..
Esta tripleta de hombres,
este trío tan difícil de reunir, coincidió, para gloria del Estado francés, en
un mismo momento histórico, se complementaron, se apoyaron unos a otros, las
habilidades de uno suplían las asperezas y deficiencias de otro,
los momentos de flaqueza de uno eran superados por el impulso del otro. En una
oportunidad, como tantas veces a lo largo de la
Historia, las
turbas parisinas se desbordaron indignadas. Richelieu, quien
tan abundantes pruebas de
valor personal dio en el sitio de La Rochela, y en otras
circunstancias de su vida, sintió pavor y se negaba a salir del palacio, en ese
momento llegó el silencioso franciscano, y cuando lo vio en esa tesitura lo
apostrofó: ¡ pareces una gallina mojada, sal a dar la cara!. El
Cardenal, sacudido en su amor propio, salió a las calles de París y fue
vitoreado por la misma chusma que momentos antes pedía su cabeza.
La consideración sobre este
tema merece, claro, un largo espacio, que no nos es posible en estas notas, pero
quiero explicar el título de este trabajo; todo buen político debe ser buen psicólogo.
Richelieu, gran admirador del Padre José, a quien había designado para ser su
sucesor, en caso él muriera, de aquel hombre que él llamaba su apoyo, no dejó
de entender el extraño hibrido que habitaba en el alma de su colaborador más
próximo y por eso le decía, en acertadísiina síntesis, al
Padre José, que él era unas veces Ezequiel, el profeta rutilante de
las Escrituras, y otras tenebroso-cavernoso, un personaje
oscuro, siniestro, impredecible. Así en muchos de nosotros conviven seres
diferentes. Ojalá que la combinación produjera, para bien de los negocios
públicos, estadistas de la talla de estos tres grandes
franceses que hoy hemos convocado.
RICHELIEU Y OLIVARES.
Muchos ejemplos conocemos de intentos
de biografías comparadas, desde las célebres “Vidas
Paralelas” de Plutarco,
pero el profesor
inglés
J.H. Elliot, en un
extraordinario ensayo, editado por la Universidad de Cambridge,
aborda con particular agudeza
y
dominio histórico las vidas -en más de un sentido-
paralelas del Conde-Duque de Olivares y del Cardenal Richelieu. El primero pasa
a la Historia ensombrecido por la derrota de la España de los Hasburgo. El
segundo es considerado el arquetipo del estadista moderno.
El profesor Elliot,
reconocido como el más calificado estudioso de Olivares en nuestros días, en la
introducción de la obra, se autocalifica de “hispanista errante”, y señala
las fuentes en las cuales complementó sus conocimientos, mucho
menos profundos, sobre
el
Cardenal, para
adentrarse en la Historia de la Francia del Siglo XVII; e inclusive admite: “si el texto final no
incorpora alguna de sus valiosas sugerencias, ello se debe a que la visión
desde el sur de los Pirineos ofrece, a veces, una perspectiva diferente”, como buen scholard
trata de ser objetivo. No obstante,
todas la aclaratorias, el libro tiene una orientación claramente favorable al
Conde-Duque de Olivares. Elliot, quien se trasladó a Francia, visitó
el Poiteau, región natal de Richelieu, no pudo evitar, y tiene la seriedad
de no intentar hacerlo, que de la confrontación salga
engrandecida la figura de Armand Jean Du
Plessis.
Los dos protagonistas del drama fueron casi
exactamente contemporáneos. Sólo dos años de díferencia entre ellos,
Richelieu había nacido en 1585, Olivares en 1587; sus
vidas se prolongaron casi por igual tiempo. Richelieu murió a los 57, Olivares
a los 58; ambos eran hijos terceros de, nobles al servicio de la Corona, una
clase social que estaba integrada por demasiados miembros superfluos a ambos
lados de los Pirineos. “Los condes de Olivares, como
miembros de la aristocracia titulada de Andalucía, tenían sin duda ventaja
social sobre los Du Plessis, notables gentil-hombres campesinos de Poiteau, pero las dos familias
alimentaban un profundo sentimiento de descontento, producto de la diferencia
entre el nivel que realmente tenían y el que creían que debían tener”.
Ya, en este primer enfoque, Elliot se sale bastante de la realidad. Richelieu era por línea paterna un Rochechuart, una de las familias más antiguas de Francia, más antigua sin duda que los Capeto, y que se sentían, por ese motivo, llamados a ocupar los primeros rangos en la nobleza gala. Por otra parte, los Du Plessis tenían además a título hereditario el obispado de Luçon. Para darles una idea, basta con describir el cortejo principesco que acompañó a Armand Jean Du Plessis a la pila bautismal, presidido por su abuela y madrina Françoise de Richelieu –nacida Rochechuart- vestida de negro, pero tocada de una diadema de piedras preciosas, dos Mariscales de Francia, sus padrinos, Armand de Biron y Jean d´Aumond, el Gran Preboste, François de Richelieu, padre del niño, primos, amigos, y aliados , los capitanes-tenientes de la guardia de corps, numerosos caballeros de la Soberana Orden de Malta y del Espíritu Santo, a las que pertenecía el progenitor, un cuerpo de arqueros del Prebostazgo alabarda al hombro. Y, el colmo del honor, la familia real, desde el balcón del Hotel de Soissons, la reina madre Catalina de Medicis, S.M. Henrtique III, los duques de Joyeuse y de d´Epernon, saludando el cortejo. El Rey para nada lamentaba los 118.000 escudos regalados a su Gran Preboste, para cubrir los gastos. El Cardenal de Retz lo resumió en una frase: “Riclelieu avait de la naissance”.
Ya, en este primer enfoque, Elliot se sale bastante de la realidad. Richelieu era por línea paterna un Rochechuart, una de las familias más antiguas de Francia, más antigua sin duda que los Capeto, y que se sentían, por ese motivo, llamados a ocupar los primeros rangos en la nobleza gala. Por otra parte, los Du Plessis tenían además a título hereditario el obispado de Luçon. Para darles una idea, basta con describir el cortejo principesco que acompañó a Armand Jean Du Plessis a la pila bautismal, presidido por su abuela y madrina Françoise de Richelieu –nacida Rochechuart- vestida de negro, pero tocada de una diadema de piedras preciosas, dos Mariscales de Francia, sus padrinos, Armand de Biron y Jean d´Aumond, el Gran Preboste, François de Richelieu, padre del niño, primos, amigos, y aliados , los capitanes-tenientes de la guardia de corps, numerosos caballeros de la Soberana Orden de Malta y del Espíritu Santo, a las que pertenecía el progenitor, un cuerpo de arqueros del Prebostazgo alabarda al hombro. Y, el colmo del honor, la familia real, desde el balcón del Hotel de Soissons, la reina madre Catalina de Medicis, S.M. Henrtique III, los duques de Joyeuse y de d´Epernon, saludando el cortejo. El Rey para nada lamentaba los 118.000 escudos regalados a su Gran Preboste, para cubrir los gastos. El Cardenal de Retz lo resumió en una frase: “Riclelieu avait de la naissance”.
Elliot analiza con
agudeza las similitudes de carácter y el temperamento ciclotímico de ambos
personajes. Trae a colación un testimonio de uno de sus enemigos, Mathieu de
Morgues, quien describe al Cardenal de esta forma: “es infeliz en su felicidad,
ni la buena suerte ni la mala le proporcionan tranquilidad de ánimo... nunca
está tranquilo porque siempre se halla a medio camino entre el
temor y la esperanza. . . pierde su templo con la gente, con los
acontecimientos, con la fortuna, consigo mismo. De estas actitudes hay
abundantes testimonios históricos”. Aldous Huxley, en su apasionante ensayo
sobre el padre José de París, el franciscano que fuera ministro de Relaciones
Exteriores y jefe de la Policía Secreta
de Richelieu, señalaba, como en un
momento de crisis política, Richelieu estaba
temblando, y sólo salió a la calle a dar la cara, cuando el padre José lo increpó
diciéndole que parecía una gallina mojada. Al lado de esto, sus gestos de valor en el
sitio de la Rochela, sometiéndose innecesariamente al campo de acción de los
artilleros hugonotes, describe un hombre valiente, paradojal e impredecible,
por otra parte esa figura, la de ser favorito real, Primer Ministro dependiente
de la buena voluntad de un soberano absoluto, tiene que producir, y produjo en
ambos, una sensación permanente de angustia y de vulnerabilidad.
Luis XIII, de
carácter complejo e interesante, entendió la superioridad de Richelieu como
estadista, y dejó en sus manos el Gobierno de Francia, pero
ni un sólo día dejó
de hacerle sentir que dependía de su real y soberana voluntad y que ésta era un hilo tenue que se mecía
entre el viento y las circunstancias. A
éstas, cambiantes e impredecibles, que de por sí justificarían una cierta
paranoia, había que añadir ciertos caracteres psicopáticos hereditarios de la
familia Du Plessis: el hermano mayor del Cardenal, Alfonso, también Cardenal y
Arzobispo de Lyon, creía a veces que era Dios y su hermana, Madeleine de Brezé,
porque creía que estaba hecha de cristal, le tenía terror a las caídas; raras
historias corrían sobre el extraño comportamiento, en privado, del propio
Cardenal-Duque, y se decía que en momentos de crisis aullaba y echaba espuma
por la boca. En cuanto al Conde-Duque, tampoco era considerado sano de juicio y
se hablaba de que había sufrido ciertos trastornos mentales durante su
juventud. También se había observado que realizaba repentinos movimientos
involuntarios de cabeza, manos y piernas; su estado mental -durante sus últimos
años de
gobierno- continúan discutiéndose, pero no cabe duda de
que, en el momento de su muerte, en 1645, había perdido el juicio, como lo
señala el doctor Gregorio Marañon en su interesantísimo estudio “El Conde-Duque de Olivares o la Pasión de
Mandar”.
Dos hipocondríacos notorios: Olivares, con un
sentido del humor delicioso, comentando una carta de su cuñado, decía: “tan
llena de hipocondría como si fuera mía”,
agudísimas jaquecas así como un insomnio pertinaz, lo acompañaban. En cuanto al
estilo de estos dos hombres, árbitros de la Europa de su tiempo, las
personalidades son diametralmente opuestas. El Conde-Duque, extravagante,
inflado, barroco por no decir churrigueresco. El Cardenal, frío, lacónico,
estrechamente controlado. Olivares recio, hacendoso, exageradamente enfático en
el habla y en los ademanes.
Richelieu tenso,
quisquilloso, casi felino en sus movimientos, irresistible para las mujeres y
aparentemente indiferente a sus encantos, salvo cuando le eran útiles. En
cuanto a la oratoria, Olivares era un volcán de metáforas, Richelieu, por el
contrario, rechazaba los excesos teatrales de estilo ciceroniano, tal como era
cultivado por los jesuitas y prefería una versión más austera y lacónica,
desprovista de tales excesos. Era anti retórico, mordaz y terso.
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