LA VARA DE SÓCRATES
Desde entonces, a este inútil esfuerzo por superar el intransitable abismo que media entre el intelectual y el político se le llama el síndrome de Siracusa. Dios proteja a los intelectuales.
por: Antonio Sánchez García @sangarccs
A Dayana Cristina Duzoglou Ledo
Sócrates – Atenas 470-399 A.C. - puso la vara demasiado alto. Como se lo explica en detalles a su buen y generoso amigo, el millonario Critón, hasta convencerlo con su sabía mayéutica – su método de desvelamiento, μαιευτικη, el dar a luz - de que, como siempre, la razón estaba de su lado. No cualquier y ya entonces devaluada razón, como la razón práctica, la razón de Estado, la razón realista, la razón política: cómplice, alcahueta y acomodaticia. Sino la razón dialéctica: aquella que va a la esencia de las cosas inspirada en un ideal ético y moral. Digamos: la razón socrática.
Por cierto: Platón, su gran discípulo y gracias a cuyos esmeros hemos llegado a conocer la insuperable grandeza intelectual y moral de Sócrates, no practicaba la razón socrática. El fundamentó la razón platónica, maravillosamente sintetizada en la República: pretender la sociedad perfecta rasgando el velo de la ignorancia. No la razón que emerge del enfrentamiento, polémica y choque de dos puntos de vista – la doxa, la opinión, el pre-juicio y el descarnado análisis de la verdad que se despliega implacable como un parto ante las falsedades del contrario - sino la razón del deslumbramiento ante la verdad revelada por el sol que espera a quienes se liberen de las cadenas ideológicas de la caverna. La doxa.
Como es de todos conocido, la junta de demagogos que detentaban el poder de la principal ciudad-estado de la Grecia clásica, condenaron a Sócrates, el venerable intelectual, acusado de pasársela en el foro público, el Ágora, denunciando falsedades, medias verdades y mentiras y, lo que era infinitamente más grave, enseñando a pensar. Lo acusaron de sofista, es decir: propagador de falsías. Todo lo contrario de lo que verdaderamente implicaba su labor pedagógica. Lo cual, entonces como ahora, era una amenaza real: desvelar lo cierto encubierto por lo falso, lo verdadero traicionado por el engaño. Ese engaño que constituye la base del Poder, para esclavizar espiritualmente a los ciudadanos y hacerlos negar lo cierto por lo dudoso y valorar lo falso por sobre lo verdadero.
Todos quienes estuvieron verdaderamente enterados del hecho de que no era Sócrates el criminal, sino sus acusadores, los demagogos, recibieron el juicio y condena a muerte del pensador ateniense como una ofensa al bien más preciado de los socráticos, sus discípulos: la aletheia, la verdad. Y conscientes de que la pérdida del más grande pensador de su tiempo le asestaba un golpe irrecuperable a la honra de Atenas y a la filosofía, se propusieron liberarlo a como diera lugar. Para lo cual delegaron a Critón, un empresario próspero y diligente, uno de sus mejores discípulos, amigo y hombre riquísimo, a que fuera a convencerlo de aprovechar la ausencia de los demagogos que retrasaba el cumplimiento de la condena y escapar de la cárcel antes del amanecer, cuando al desembargo de los demagogos se cumpliría la condena: su muerte por envenenamiento.
Para sorpresa y admiración de Critón, Sócrates, en pleno poder de sus facultades, sereno y templado como siempre, a pesar de saberse a horas del fin inexorable, le da una lección de consecuencia e integridad moral: si a él lo condenan por practicar la verdad, evadir el cumplimiento de la condena significaría darle razón a su acusadores y traicionar la verdad, pues la huida significaría el reconocimiento de una culpabilidad inexistente. En honor a la verdad, si por defenderla se le condenaba a muerte, pues bienvenida la muerte. El hombre, así Sócrates, debe ser capaz de ofrendar su vida por la defensa de sus ideas, si esas ideas son justas, correctas, ciertas, nobles y verdaderas. Renegar de ellas por mor del mantenimiento de la vida era una traición indigna de un hombre libre y justo.
Platón, que no mantenía una actitud tan estricta y rigurosa ante los demagogos, coqueteó con ellos en la figura del tirano de Siracusa, al que quiso convertir en un filósofo. Estuvo al borde de ser condenado a muerte en el intento, pero menos radical que su maestro, escapó a tiempo de Siracusa, en donde gobernaba Dion, el tirano que él quiso convertir en filósofo. La cuadratura el círculo pasó factura a sus bondadosos pero ilógicos anhelos : transformarlo en un político devoto de la razón socrática e impermeable al influjo del engaño como instrumento de manipulación de la masa como práctica cotidiana del ejercicio del Poder. Dionisio el joven, que de él hablamos, quiso castigarlo con la muerte por pretender arrebatarle la varita mágica de su poderío. Lo creyó un espía a las ordenes de los sicilianos y cartagineses, con quienes estaba en guerra. Y ordenó asesinarlo. Se escapó por un pelo.
Desde entonces, a este inútil esfuerzo por superar el intransitable abismo entre el intelectual y el político se le llama el síndrome de Siracusa. Dios proteja a los intelectuales.
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