ANDRÉS BELLO Y CHILE A 205 AÑOS DE
HISTORIA REPUBLICANA
Los venezolanos asistimos a un
aniversario más de la Independencia chilena bajo el atroz e inhumano signo de
la dictadura. La misma que conmoviera los espíritus de los venezolanos hace
cuarenta años y hoy parece desinteresarles a quienes recibieran entonces los
dones de nuestra generosidad. Malos tiempos para la solidaridad. Muy malos
tiempos
Antonio Sánchez García @sangarccs
Joaquín Edwards Bello, bisnieto de Andrés Bello y tío abuelo de Jorge Edwards,
escribió un hermoso perfil del gran caraqueño, perdido para inmensa desgracia
de Venezuela por la naturaleza alebrestada, bochinchera y tropical que el gran
Bolívar le impuso a la República. Asunto, por cierto, nada imposible, dada
nuestra afrocaribeña idiosincrasia. Iracundo en sus vaivenes, quien le pidiera
perdón a Francisco de Miranda por haber perdido un bastión crucial para la
integridad de la primera República que Miranda confiara en sus manos, Puerto
Cabello, para un par de meses después y mientras preparaba su propio escape del
país querer fusilarlo en La Guaira, lo condenó silenciosamente al destierro.
Como todo el mundo lo sabía en Caracas, Bello, el más grande de los pensadores
venezolanos, aún en ciernes, no expresó mayor simpatía por “el bochinche” y si
bien sirvió a la Primera República en su calidad de intelectual de sólida
formación y formó parte de la primera comisión enviada a Londres para establecer
relaciones con el Imperio británico, acompañando a Bolívar y a López Méndez, se
quedó varado en medio de la mayor miseria, desoyendo Bolívar desde entonces
todos sus pedidos de auxilio. El tímido y discreto Andrés Bello no terminaba
por convencer al jupiteriano Simón Bolívar.
Los chilenos, casi tan
flemáticos como los ingleses, supieron valorar de inmediato al joven polígrafo,
admirar su seriedad y sapiencia, comprender su elegante discreción y tomar
cuenta de su enciclopédica cultura. De modo que el embajador en Londres, Don
Mariano Egaña, nada más conocerlo y emplearlo a su servicio, imaginó cuán útil
podría ser el modesto y sufrido caraqueño puesto al servicio de las ingentes
tareas que esperaban al Estado en formación. De modo que 19 años después de haber
llegado a Londres, mientras el Libertador se horrorizaba del resultado de sus
guerras y se aprontaba a dejar este mundo en el abandono al que lo condenaran
sus compatriotas, que quisieron arrancarlo de cuajo del corazón de su patria,
Bello llegaba con su mujer y sus hijos a un país tan sufrido como él, sin los
seductores encantos del Trópico, recio y sacrificado, de crueles inviernos y
abrazadores veranos pero con una voluntad hercúlea y una ambición de liderazgo
continental sin vacilaciones. Llegó así a un país pobre y desangelado, ascético
y espartano pero con una ambición de grandeza que sin los bochinches del
expansionismo imperialista del venezolano, lograría en pocas décadas, discreta
y silenciosamente, convertirse en la primera potencia del Pacífico, el primer
Estado latinoamericano sólidamente constituido, con unas fuerzas armadas e
instituciones republicanas de hondo calado, sólidamente asentadas en la
conciencia de sus ciudadanos. Tuvo la inmensa fortuna de conocer y simpatizar
de inmediato con un chileno tan lejano a las parafernalias napoleónicas de
Bolívar, tan serio y responsable como él y tan ejecutivo y hacedor como para
poner a valer al país que gobernó sin tener la menor ambición política: Diego
Portales, su compadre. Sólo ellos, los chilenos, saben cuánto contribuyó
nuestro modesto caraqueño al engrandecimiento de su Patria desde los tiempos
portalianos hasta su muerte, ocurrida treinta y cinco años después. Mientras la
nuestra se hundía en las turbulencias de las montoneras, los robos y saqueos de
sus mesnadas, la desintegración y la anarquía de sus territorios, la crueldad
insaciable de sus dictadores. ¡Qué inmenso favor le hicieron los enconos
bolivarianos contra Bello a los pacientes, tenaces y esforzados chilenos!
La antinomia de nuestras
idiosincrasias y los propios intereses han impedido que entre el Chile
engrandecido gracias al aporte de Bello, el venezolano, y la Venezuela, víctima
de sus desdichas, se haya fortalecido un intercambio beneficioso para ambas
naciones. Al margen de las acción de sus Estados y gobiernos, una soterrada
admiración permitió en el pasado el más fructífero de los intercambios: los del
asilo. En Chile encontraron protección contra la tiranía grandes venezolanos
hacedores de nuestra cultura intelectual y política: Mariano Picón Salas,
Rómulo Betancourt, Valmore Rodríguez y otras muchas y notables figuras
venezolanas. De todos los países del continente, Chile es al que Venezuela más
le debe. Como en reciprocidad, Venezuela es el país con el que el Chile democrático
mantiene la mayor deuda. Sólo ahora llegan al país sureño grupos enteros de
venezolanos que escapan del rigor dictatorial y la miseria creada por el
castrocomunismo chavista. Y ni así se aproximan en cantidad, calidad y medida a
las decenas de miles de chilenos que en una operación digna del Éxodo llegaran
a nuestro país escapando de los rigores de la dictadura militar chilena en los
años setenta y ochenta del siglo pasado. Lo escribo con la autoridad y la
conciencia de haber sido uno de ellos. Y poder dar fe de la generosidad
ilimitada y la conmovedora solidaridad encontrada en un país carente de la más
mínima gota de chovinismo.
De esa solidaridad, la
que encontraban los venezolanos en el destierro en Chile y la que recibieran
los chilenos que se asentaran en nuestras ciudades – y uso el posesivo casi sin
saber si lo hago como venezolano o como chileno – se construye la grandeza de
los pueblos. De esa solidaridad sin condicionamientos ideológicos, sin
identidades partidistas. Una solidaridad motivada por la empatía existencial
ante las desdichas de nuestros semejantes, por la generosidad ante el
sufrimiento de lo humano que nos constituye. La piedad y compasión cristianas,
que no piden documentos de identidad política para ser ejercidas. Una solidaridad
que desaparece en cuanto se la infiltra de determinaciones políticas, se la
colorea de fanatismo y se la disfraza de banderas. Para terminar convertida en
expoliación o saqueo, en sumisión o esclavismo.
El presente marcha
hacia el futuro sin conocimiento de sus desenlaces. ¿Qué será de Venezuela?
¿Qué será de Chile? ¿Qué será de la región? Vivimos en la mayor incertidumbre,
bajo el acecho de crisis cada día más profundas y más abarcadoras. A pesar de
cruentas y dolorosas experiencias seguimos fanatizados por el odio: religioso,
político, étnico, cultural. Los intereses y los egoísmos – bellum omnia contra
omnes, decía Hobbes – continúan reinando por sobre los elementales impulsos a
la sobrevivencia. La crueldad no ha retrocedido un milímetro en su devastador
poder planetario. Y la estupidez continúa siendo la eterna constante que rige
el comportamiento de los pueblos.
Los venezolanos
asistimos a un aniversario más de la Independencia chilena bajo el atroz e
inhumano signo de la dictadura. La misma que conmoviera los espíritus de los
venezolanos hace cuarenta años y hoy parece desinteresarles a quienes
recibieran entonces los dones de nuestra generosidad. Malos tiempos para la
solidaridad. Muy malos tiempos.
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