UN PASTOR DE SU PUEBLO.
por: Alfredo Coronil Hartmann
Dedico este comentario a rendirle un sentido homenaje de admiración a la
memoria de un gran ciudadano, de un hombre intachable, de un valiente venezolano, que
se llamó Jacinto Soto Marrero, quien para todos los que tuvimos el privilegio
incomparable de disfrutar de su amistad y de su consejo, era simplemente
monseñor Soto, cálido, comprensivo, humano, en el sentido más cabal e integral
del término.
La dolorosa noticia de su muerte (1984) -no
obstante que hace largo tiempo era esperada por los facultativos que lo
atendieron- se vio, por así decirlo, atemperada por el hecho de que pude leer, en algún
diario, una carta al director en la cual se rebatía a un columnista que había
escrito sobre nuestro amigo, en lo referente al lugar de su nacimiento; tal hecho me
demostraba que aun en la Venezuela atropellante y deshumanizada de hoy, había quienes
tuvieran unas palabras de reconocimiento para el
humilde gran venezolano desaparecido. Y eso dice no poco a favor de las reservas
morales de nuestros connacionales.
Muchos hombres, no pocos de ellos sacerdotes, han
demostrado la enorme fuerza de la humildad, una fuerza
que, bajo su débil apariencia, es capaz de conmover las más duras
realidades y las más enardecidas pasiones, las circunstancias quisieron que en
mi vida haya tropezado con dos seres humanos, por lo menos, que llevaron esa
virtud a los límites de la santidad, uno de ellos el Dr. Arturo
Celestino Álvarez, titular del "Gran Obispado de los Llanos",
como entonces se designaba el hoy
Arzobispado de Calabozo, el otro Jacinto Soto, Arcediano de la
Catedral de Caracas. Ambos, si no existieran otras
razones y otros paradigmas, bastarían para hacer respetar la Iglesia del hijo
del carpintero de Nazaret, aún por el más descreído de los
mortales.
Según su propio testimonio, monseñor Soto había visto la
luz en San Joaquín, Estado Carabobo, el 11 de septiembre de 1896 y falleció en 1984;
fueron, pues, 88 años de diaria cátedra de decencia y verdadero
cristianismo. No tendría sentido hacer aquí una glosa de su “currículum vitae” por
demás brillante y extenso, desde su ordenación el 8 de julio de 1923, en la
iglesia de San Francisco, en Caracas, por el entonces
arzobispo de la capital, Monseñor doctor Felipe Rincón
González. Tuvo y mantuvo, una muy cercana amistad con nuestro primer
Cardenal-Arzobispo, José Humberto Quintero, quien le confiaba los mas discretos
y confidenciales quehaceres, los atendía con la misma solicitud con la cual
protegió a los estudiantes presos por Juan Vicente Gómez en 1928.
Nos interesa más que su carrera eclesiástica, la
forma en que supo conciliar, sin brusquedades, su labor de pastor y su sensibilidad de ciudadano, en un tiempo histórico signado
por la tiranía y la violencia. Hoy, que se discute a los más altos
niveles de la jerarquía eclesiástica, el papel de los sacerdotes frente a
la realidad política y social, ejemplos como el de monseñor Soto demuestran
la absoluta compatibilidad del apostolado espiritual y de la solidaridad social
para con sus hermanos más oprimidos, ya sea por la miseria o por las policías
políticas.
En efecto, entre 1923 y 1936, fueron muchas las oportunidades en las cuales
el humilde sacerdote, con una sonrisa en los labios, llevó consuelo
espiritual y material a los perseguidos y prisioneros, asi como a sus
familiares, durante la dictadura de Juan Vicente Gómez. Como
párroco de Cúa, de El Hatillo, y
especialmente de Guatire, desde el 27 de agosto de 1927 hasta enero de 1930, o en Antímano o en
La Pastora -desde 1931 a 1936— su actitud fue siempre
consecuente y digna, con una firmeza sin estridencias. Los años de la dictadura
perezjimenista no hicieron sino reavivar su fe democrática y dio
nuevas pruebas de civismo.
Yo lo conocí, hace ya muchos años, me lo presentó Rómulo Betancourt, quien
le profesaba un enorme respeto y sincero afecto. Desde entonces
entablamos una amistad diáfana, que no necesitaba de un trato continuo y en la
que encontré aliento y guía en mi manera, un tanto personal, de ser católico, bautizó a mi
hija y confirmó a un hermano a quien apadriné, y debo
reconocer que, en ambos casos, no lo busqué sólo por sacerdote, sino por el
respeto que me inspiraba como hombre. Estoy seguro de que en ambas calidades
ha sido recompensado.
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