17 de septiembre de 2015

UN PASTOR DE SU PUEBLO. por: Alfredo Coronil Hartmann / pararescatarelporvenir.blogspot.com 17 de septiembre de 2015



UN PASTOR DE SU PUEBLO.



por: Alfredo Coronil Hartmann

  

Dedico este comentario  a rendirle un sentido homenaje de admiración a la memoria de un gran ciudadano,  de un hombre intachable, de un valiente venezolano,  que se llamó Jacinto Soto Marrero, quien para todos los que tuvimos el privilegio incomparable de disfrutar de su amistad y de su consejo, era simplemente monseñor Soto, cálido, comprensivo, humano, en el sentido más cabal e integral del término.

La dolorosa noticia de su muerte (1984) -no obstante que hace largo tiempo era esperada por los facultativos que lo atendieron-  se vio, por así decirlo, atemperada por el hecho de que pude leer, en algún diario, una carta al director en la cual se rebatía a un columnista que había escrito sobre nuestro amigo, en lo referente al lugar de su nacimiento; tal hecho me demostraba que aun en la Venezuela atropellante y deshumanizada de hoy, había quienes tuvieran unas palabras de reconocimiento para el humilde gran venezolano desaparecido. Y eso dice no poco a favor de las reservas morales de nuestros connacionales.

Muchos hombres, no pocos de ellos sacerdotes, han demostrado la enorme fuerza de la humildad, una fuerza que, bajo su débil apariencia,  es capaz de conmover las más duras realidades y las más enardecidas pasiones, las circunstancias quisieron que en mi vida haya tropezado con dos seres humanos, por lo menos, que llevaron esa virtud a los límites de la santidad, uno de ellos el Dr. Arturo Celestino Álvarez, titular del "Gran Obispado de los Llanos", como entonces se designaba el hoy Arzobispado de Calabozo, el otro Jacinto Soto, Arcediano de la Catedral de Caracas. Ambos, si no existieran otras razones y otros paradigmas, bastarían para hacer respetar la Iglesia del hijo del carpintero de Nazaret, aún por el más descreído de los mortales.

Según su propio testimonio, monseñor Soto había visto la luz en San Joaquín, Estado Carabobo, el 11 de septiembre de 1896 y falleció en 1984; fueron, pues, 88 años de diaria cátedra de decencia y verdadero cristianismo. No tendría sentido hacer aquí una glosa de su “currículum vitae” por demás brillante y extenso, desde su ordenación el 8 de julio de 1923, en la iglesia de San Francisco, en Caracas, por el entonces arzobispo de la capital, Monseñor doctor Felipe Rincón González. Tuvo y mantuvo, una muy cercana amistad con nuestro primer Cardenal-Arzobispo, José Humberto Quintero, quien le confiaba los mas discretos y confidenciales quehaceres, los atendía con la misma solicitud con la cual protegió a los estudiantes presos por Juan Vicente Gómez en 1928. 

Nos interesa más que su carrera eclesiástica, la forma en que supo conciliar, sin brusquedades, su labor de pastor y su sensibilidad de ciudadano, en un tiempo histórico signado por la tiranía y la violencia. Hoy, que se discute a los más altos niveles de la jerarquía eclesiástica, el papel de los sacerdotes frente a la realidad política y social, ejemplos como el de monseñor Soto demuestran la absoluta compatibilidad del apostolado espiritual  y de la solidaridad social para con sus hermanos más oprimidos, ya sea por la miseria o por las policías políticas.

En efecto, entre 1923 y 1936, fueron muchas las oportunidades en las cuales el humilde sacerdote, con una  sonrisa en los labios, llevó consuelo espiritual y material a los perseguidos y prisioneros, asi como a sus familiares, durante la dictadura de Juan Vicente Gómez. Como párroco de Cúa, de El Hatillo, y especialmente de Guatire, desde el 27 de agosto de 1927 hasta enero de 1930, o en Antímano o en La Pastora -desde 1931 a 1936— su actitud fue siempre consecuente y digna, con una firmeza sin estridencias. Los  años de la  dictadura perezjimenista no hicieron sino reavivar su fe democrática y dio nuevas pruebas de civismo.

Yo lo conocí, hace ya muchos años, me lo presentó Rómulo Betancourt, quien le profesaba un enorme respeto y sincero afecto. Desde entonces entablamos una amistad diáfana, que no necesitaba de un trato continuo y en la que encontré aliento y guía en mi manera, un tanto personal, de ser católico, bautizó a mi hija y confirmó a un hermano a quien apadriné, y debo reconocer que, en ambos casos, no lo busqué sólo por sacerdote, sino por el respeto que me inspiraba como hombre. Estoy seguro de que en ambas calidades ha sido recompensado.

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