La democracia sin límites
Por Eduardo Mackenzie
En Colombia, el partido comunista, dirigido por los jefes de un movimiento armado, las Farc, intentó penetrar durante décadas el aparato de Estado. Ese fue un proyecto concebido y dirigido durante un largo tiempo por Alfonso Cano, quien fue jefe de las Farc desde mayo de 2008 hasta su muerte en combate en noviembre de 2011. Esa actividad no terminó con la muerte de Cano, pero no ha sido completada del todo. El objetivo inicial era no solo infiltrar, es decir introducir agentes en puntos claves del Estado para reunir ilegalmente información confidencial. El objetivo era alcanzar niveles operativos, es decir ejercer influencia y explotar efectivamente esas informaciones en el terreno político y militar y producir acciones ofensivas.
Esos niveles operativos fueron alcanzados parcialmente. Lograron penetrar sobre todo sectores claves de la justicia --como la Fiscalía General y otras altas instancias--. Los observadores más agudos denunciaron ese proyecto a tiempo. Hablaron de la acción subterránea del llamado PC3. Pero no fueron oídos.
Ello hizo posible la implementación de una guerra jurídica implacable contra las Fuerzas Armadas, contra los organismos de inteligencia militar y del gobierno y contra los defensores de la democracia, sobre todo el partido Centro Democrático y el uribismo en general.
Los actores de esa operación llegaron a formar una casta incipiente en el sector judicial (la más antigua infiltración del aparato de Estado, junto con la del sector universitario y de la educación superior). Desarrollaron técnicas de acción (los procesos tardíos, los falsos testigos y las pruebas fabricadas han sido las más conocidas) y forjaron redes de corrupción en las que participaron actores altos y bajos del medio judicial.
Esa infiltración es coherente con una estrategia de conquista del poder “por otros medios”, puesta en marcha ante la imposibilidad de tomar el poder por la destrucción armada del adversario. “La fusión entre el poder político y la casta de administradores es un elemento necesario para que se realice un proyecto de dominación totalitario”, sostiene el ensayista francés Claude Lefort (La Complication. Retour sur le communisme, Paris, Fayard, 1999).
Empero, la corrupción efectiva de los actores, indispensable en ese tipo de infiltración, los expuso, al mismo tiempo, al escarnio público, pues la cruzada subversiva no pudo censurar en su totalidad a la prensa. Una parte de ésta y, sobre todo, la blogesfera, escapa a esas redes, recaba y difunde informaciones claves sobre esas intrusiones solapadas: los contratos de la Fiscalía bajo Montealegre con sus áulicos (10 mil millones de pesos), los del gobierno Santos con sus cortesanos (15 mil millones de pesos), sobre todo en la prensa, son algunos ejemplos. Cientos de datos llegaron finalmente hasta los oídos de la sociedad. Esos periodistas, investigadores y lanzadores de alerta, informan, alertan y educan a la opinión.
Los fenómenos de penetración y corrupción fueron posibles por la degradación de la vida democrática: la decadencia del debate intelectual colombiano, la dejadez de los organismos de control institucional, y la descomposición moral de una clase política que le había dado la espalda al liberalismo y al conservatismo clásicos y que cayó bajo la influencia de nuevas tendencias que aparecían como post modernas, neo progresistas, como nuevos paradigmas contra el “statu quo burgués”.
Esas élites políticas fueron hipnotizadas por banderas llamativas: la “democracia participativa”, preámbulo de algo mejor: la “democracia socialista”, aquella que emergería de los “movimientos sociales”, y en ruptura, claro, con la democracia representativa. Al final de ese esquema, para los más enterados, el discurso era “la justa lucha” para alcanzar la “transición suave hacia el socialismo”, el mismo que se estaba imponiendo, mediante elecciones y cambios constitucionales, en la “nueva América Latina”, la de los Lula, Hugo Chávez, Evo Morales, Correa, Ortega, etc.
Lo que había, en el fondo, era el viejo y destructivo castrismo, que trataba de posicionarse desde La Habana para saquear las economías de esos países, tras el derrumbe de la URSS. Esa tendencia aparecía ante las élites “progresistas”, como un “castrismo apaciguado”.
Ese engaño estructural bien planificado halló terreno fértil en la curiosidad infantil de los nuevos actores políticos y económicos, en el legalismo tradicional, así como en el pluralismo sincero y en el garantismo jurídico colombiano, que lleva a ciertas formaciones políticas a copiar de manera acrítica las modas de países considerados más “avanzados”. Todo ello fue combinado obviamente con la violencia física real y cuotidiana de las Farc-Eln, instrumento de presión totalitaria que dio los resultados capituladores gravísimos cuyas consecuencias sufrimos hoy en Colombia.
La mentira insolente y repetida, el desprecio por los valores humanos, jugaron un papel devastador. Todo eso alcanzó su apogeo en el gobierno de JM Santos, y en su proyecto de dar impunidad total a las Farc y al Eln disfrazando tal escenario en “negociación de paz”.
La situación actual es que el liberalismo y el conservatismo constitucionales, corrientes organizadoras tradicionales del Estado colombiano, y de la sociedad civil colombiana, están en peligro. Están amenazadas por las tendencias políticas minoritarias que ahora están en el poder. Santos gobernó desde el primer día no con las mayorías uribistas, liberales y conservadoras que lo eligieron, sino que traicionó rápidamente a ese electorado y a su propio programa y se lanzó a gobernar con tesis contrarias y con el apoyo de las fracciones que habían sido derrotadas en la elección presidencial de 2010. Ese fue el origen de la llamada Unidad Nacional.
Basado en la creencia de que esa Unidad Nacional representaba a las mayorías, Santos dedujo que podría jugar con la ley y la Constitución. Bajo su mandado, la ley y Constitución fueron vapuleadas. Santos convirtió una de sus decisiones, el proceso “de paz” con las Farc, en nueva ley y nueva Constitución, en regla de juego político absolutista que él podía acomodar según sus ambiciones personales. Elevando “la paz” a norma suprema, Santos creyó poder exigir el respaldo de su mayoría ficticia y hacer todo lo que se le antojase invocando ese proceso.
Su esquema teórico, no explicitado jamás, fue el de la democracia sin límites, la que se arroga el derecho de apabullar y controlar todos los poderes públicos, de oprimir la sociedad, y de corromper a la prensa, el quinto poder. Es lo que Tocqueville había llamado en 1835 la “tiranía de la mayoría”. Tocqueville cita a James Madison quien estimaba que “no se puede dudar que la tiranía de las mayorías hace muy incierto el ejercicio de los derechos y llega a constituir un poder enteramente separado del pueblo”. Lo que mitiga en Estados Unidos la tiranía de la mayoría es, según Tocqueville, la sana tensión que existe entre el poder ejecutivo y el legislativo. “Cuando el pueblo americano se deja embriagar por sus pasiones, o se libra al arrastre de sus ideas, los legisladores imponen un freno casi invisible que lo modera y detiene. A los instintos democráticos ellos oponen secretamente sus inclinaciones aristocráticas; al amor por la novedad, oponen su respeto supersticioso por lo antiguo; a la inmensidad de sus designios, su visión precisa; a su desprecio por las reglas, su gusto por las formas; y a su ímpetu, su hábito de obrar lentamente.”
Esta bella descripción de la democracia americana, la cual no ha cambiado fundamentalmente desde entonces, contrasta con el panorama de la nuestra, donde un poder legislativo es puesto a remolque de los caprichos más extravagantes del ejecutivo.
El impasse en que está la izquierda colombiana no violentista, pero alienada intelectualmente por los aparatos comunistas del Foro de Sao Paulo, es flagrante y es una parte del problema: ninguna lucidez de ella ante el proyecto Farc-Eln, ningún examen crítico de esas posiciones, silencio culpable ante las atrocidades de las Farc-Eln y ante el falso proceso de paz.
Nunca nadie en esa izquierda ha pedido la disolución del PCC, ni ha abierto siquiera dentro de éste una tendencia, ni un debate, para seguir el ejemplo del PC mexicano. Este, al menos, optó por auto disolverse y crear, con otras fuerzas, un partido socialista (el PSUM), en 1981. Esa formación no ha evolucionado muchos hacia las tesis más razonables, pero fue un ejemplo de cómo un partido comunista latinoamericano podía abordar su propia disolución ante los fracasos mundiales del comunismo.
En Colombia no hay nada de eso. El PCC y sus nuevas creaciones, como el Polo Democrático, siguen tratando de darle lustre a los viejos refranes dogmáticos del comunismo, sin cuestionarlo. La colombiana es una izquierda que sigue creyendo que no hay ni hubo jamás “verdadera democracia”, que sus adversarios políticos e intelectuales son blancos militares, que el uribismo es una corriente “de extrema derecha”, que la auténtica transición hacia la “democracia verdadera”, es decir la “democracia con justicia social”, como dicen sus cabecillas, es cediéndoles medio país, y algo más, a las Farc y consortes.
Tal confusión les hace considerar como “reaccionario” y hasta como “fascista”, toda tendencia liberal/conservadora y de centro, y hasta socialdemócrata, que preconice la democracia representativa, la economía de mercado, el individuo, la libertad escolar, el Estado de Derecho.
Sin embargo, una crítica y una condena irrestricta al comunismo del PCC y de las Farc y de las otras bandas narco-terroristas, existe en el panorama colombiano y se amplía sobre todo desde que JM Santos llegó al poder presidencial. Pese a las inmensas dificultades, a la represión que ejerce el poder actual contra sus activistas y líderes, esas corrientes nuevas están forjando una alternativa democrática viable de gobierno (el Centro Democrático y sus aliados) y no solo están dando una respuesta verbal a las desuetas teorías marxistas.
Las manifestaciones del 2 de abril pasado, donde cientos de miles de ciudadanos protestaron pacíficamente en 25 ciudades contra el gobierno de Santos y contra el falso proceso de paz, muestran el grado de madurez política que ha alcanzado la opinión pública. Como ve que el gobierno actual es insensible a las críticas de la oposición parlamentaria, y como constata que ese poder no está dispuesto a cesar su dinámica de concesiones enormes a la subversión armada y narcotraficante, la ciudadanía optó por salir a calles y plazas para lanzar una advertencia: las mayorías no están con Santos y exigen un replanteo general en la conducción del Estado. ¿Santos seguirá sin ver que la dinámica de derrumbe de los gobiernos en Brasil y Venezuela podría llegar a Colombia?
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