por: Juan Claudio Lechín
Pocas décadas atrás, los jóvenes creíamos estar construyendo un mundo mejor. Revoluciones populares en Rusia, China, Vietnam, Cuba, Angola redimían finalmente una larga y vieja historia opresiva. Cómo nos animaba el desenfado de los estudiantes del Mayo francés, llenos de irreverencia.
En América Latina, el cambio radical que acabaría con un pasado lleno de injusticias era inminente. Para mejor participar en ese momento fundador, leíamos y estudiábamos siglos de pensamiento y de sensibilidades, con alegría y convicción, y llevábamos nuestros hallazgos a las reuniones en parques, esquinas o cafés. Transportábamos visiones filosóficas, iluminación poética, rigor analítico.
Transitábamos por la historia universal, como detectives del tiempo, recogiendo evidencias para incidir de manera exacta en los cambios que sucederían pues el error —una forma de traición—, debía ser minimizado. En nuestro bando transformador y revolucionario no había impuros, aunque fuéramos de distintas congregaciones ideológicas. Los herejes eran los otros. Fue un tiempo de redención, que como toda inocencia cree en el mundo que imagina. Cuando ese mundo imaginado atracó en la realidad, soltó el inconsciente insano de los santos líderes revolucionarios.
Yo creo que este acápite de la historia marca el fin del pasado. Hasta la inmutable filosofía ontológica (la trascendental) ha desaparecido; también la gloria y la heroicidad política redentora. De las ferocidades humanas hoy reina la avaricia y se condena la ira que fabricó al guerrero, al héroe.
Quizá nosotros fuimos los últimos jóvenes de un viejo tiempo y esto que vivimos es el oscurantismo, un interludio donde las milenarias convicciones no han terminado de irse y las nuevas todavía no se instalan o aún no han llegado.
Juan Claudio Lechin
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