3 de noviembre de 2015

César Vidal: " EL SINDROME DE CARTAGO III" , iNTERAMERICAN iNSTITUTE FOR dEMOCRACY / PARARESCATARELPORVENIR.BLOGSPOT.COM

 

EL SÍNDROME DE CARTAGO (III): el Nuevo siglo Americano


César Vidal*
  
        Si la década de los setenta concluyó con una notable frustración, la siguiente terminaría con una euforia extraordinaria. La razón de ese enorme cambio de percepción fue, fundamentalmente, la inesperada desaparición de la URSS, el archienemigo de la Guerra fría. Ahora se puede decir lo que se quiera, pero el colapso no fue previsto por nadie comenzando por la CIA o el MI16. A decir verdad, salvo algunos disidentes rusos como el historiador Andrei Amalrik - que fijó la fecha de desaparición de la URSS para 1984 muriendo en España asesinado, casi con toda seguridad, por el KGB - o el genial Solzhenitsyn nadie pensó que el colapso pudiera venirse abajo. En algún caso, como el del catedrático español Javier Tusell el ridículo llegó al extremo de anunciar la permanencia de la URSS para todo el próximo milenio en un ejercicio de estúpida soberbia. La Unión Soviética se desplomó y la verdad es que casi nadie lo esperaba.
       No solo eso. Hoy en día, es común propagar el mito de que el final de la Unión Soviética se debió a una especie de Santa Trinidad compuesta por el papa Juan Pablo II, el presidente Ronald Reagan y la premier Margaret Thatcher. Tal mito no se corresponde con la realidad. Documentos publicados tras su fallecimiento dejan de manifiesto que Juan Pablo II no esperaba el final de la URSS. En realidad, lo que temía era que en cualquier momento golpeara a su amada Polonia y precisamente por ello frenó la resistencia de los polacos frente al comunismo. Por otro lado, Juan Pablo II podía no simpatizar con el comunismo, pero lo encontraba más aceptable que otros sistemas políticos. La prueba puede verse en la diferencia de trato que dispensó a Fidel Castro - con el que se comportó más que cortésmente en su visita a Cuba - frente a, por ejemplo, Pinochet al que trató con un enorme distanciamiento e incluso desprecio al llegar a Chile. No. Juan Pablo II no derribó a la URSS fundamentalmente porque no creyó ni que fuera posible ni que fuera conveniente acometer esa tarea.
       Margaret Thatcher sí era una adversaria decidida del comunismo, pero Gran Bretaña poco podía hacer frente a la URSS más allá de cobijarse debajo del paraguas protector de los Estados Unidos.
     Por lo que se refiere a Ronald Reagan sí dio pasos en esa dirección. De hecho, sus intentos de bajar los precios del petróleo dañando la economía soviética - una táctica repetida en los últimos años por el presidente Obama en relación con Rusia - o su famoso plan militar conocido vulgarmente como Star Wars fueron en esa dirección. Sin embargo, ninguna de esas iniciativas ni tampoco la manera en que Reagan libró la última batalla de la Guerra fría en Centroamérica provocaron la caída de la URSS. A decir verdad y a pesar de los fallos innegables del sistema, es posible que la URSS hubiera podido sobrevivir de acuerdo con los parámetros sociales y económicos que presentaba. Su desplome hay que atribuirlo, sobre todo, a sus dirigentes, pero, sea cual sea la teoría que se acepte al respecto, lo innegable es que el adversario de décadas - tres cuartos de siglo - se vino abajo de manera rápida y estrepitosa y la Guerra fría concluyó con una victoria no por rápida e inesperada menos placentera.
      Un examen sensato de la situación habría llevado a reflexionar sobre los errores del pasado, a analizar el presente y a trazar una proyección de futuro, todo ello con el mayor de los realismos. Desgraciadamente, no fue así. Por el contrario, la autocomplacencia resultó desbordante. Algún conocido autor se apresuró a proclamar un final de la Historia en el que el sistema capitalista y las democracias occidentales resultarían paradigmas innegables. Hoy, es obvio que, lamentablemente, la previsión constituyó un gravísimo error a pesar de los cambios experimentados por el Este de Europa.
       Sin embargo, con seguridad los mayores errores de apreciación de un síndrome de Cartago que gritaba "urbi et orbe" la victoria se produjeron en los think tanks que inspirarían la política exterior de la Casa Blanca en las décadas siguientes. Se abrazó con entusiasmo la idea de que, vencida la Unión Soviética, era posible todo y dado que Rusia no pudo evitar su desmembramiento en una serie de repúblicas ni mucho menos su saqueo durante los años noventa, esa idea pareció confirmada.
      Merece la pena examinar como el triunfalismo propio del Síndrome de Cartago dibujó los planes de futuro una y otra vez. Uno de los ejemplos verdaderamente paradigmáticos- aunque no el único - fue el ofrecido por el Project for the New American Century (PNAC). Establecido por William Kristol y Robert Kagan en 1997, su finalidad era promover el liderazgo global de América (to promote American global leadership). El PNAC partía de la base de que "el liderazgo americano era bueno tanto para América como para el mundo" y definió su política como una "política reaganista de fuerza militar y claridad moral". Que la fortaleza de Estados Unidos puede ser buena para esta nación y para el mundo es una consideración absolutamente razonable. Igualmente, la apelación a Ronald Reagan resultaba obligada. Sin embargo, el PNAC fue algo muy diferente de un Reagan que no dudó en retirarse del Líbano para evitar un peligroso involucramiento militar de Estados Unidos en Oriente Medio y que, ciertamente, llevó a cabo algunas operaciones militares aunque extraordinariamente modestas como pudo ser el bombardeo de Libia o la invasión de Granada.
     En realidad, el PNAC iba a ayudar a desarrollar una política exterior que tendría mucho más que ver con el síndrome de Cartago que con Ronald Reagan por mucho que se refiriera a él. Podría hacerlo además porque de las veinticinco personas que firmaron la declaración de principios del PNAC diez servirían a las órdenes de George W. Bush y entre ellos estarían personajes como Dick Cheney, Donald Rumsfeld o Paul Wolfowitz.
     Aunque Kristol y Kagan se referirían a una benevolente hegemonía global ("benevolent global hegemony.") como el programa que debería asumir el partido republicano, la realidad es que su programa era abiertamente imperial y olvidaba lecciones históricas como el hecho de que incluso las hegemonías supuestamente benevolentes acaban desintegrándose como consecuencia de la sobre-extensión de sus metas, el cansancio de sus aliados y la falta de visión a la hora de prever los enemigos. De hecho, esa fue la causa del final de Atenas, la primera democracia de la Historia.
   Resulta más que revelador como el PNAC abogaba por la intervención militar en Iraq señalando a Saddam Hussein como un peligro para la seguridad de Estados Unidos y apuntando a la posesión de armas de destrucción masiva, un extremo desmentido hace apenas unos días por Tony Blair. El PNAC insistía también en desvincularse de las decisiones del Consejo de Seguridad de la ONU. Con todo su documento más relevante fue posiblemente el titulado Rebuilding America's Defenses: Strategies, Forces, and Resources For a New Century. Aún reconociendo que la década anterior había sido de paz y estabilidad, lo que había permitido un extenso crecimiento económico (widespread economic growth) y la extensión de los principios americanos de libertad y democracia ("the spread of American principles of liberty and democracy"), el documento abogaba por una política de expansión bélica que incluía el combatir en varios y simultáneos teatros bélicos mayores ("multiple, simultaneous major theatre wars,") y explotar la revolución en cuestiones militares ("to exploit the 'revolution in military affairs'). Para alcanzar esa meta, aparte del razonable mantenimiento de la superioridad nuclear - una superioridad que Estados Unidos ha mantenido día a día desde 1945 - el PNAC exigía, entre otras cuestiones, un aumento del personal militar de 1.4 a 1.6 millones, el redespliegue de las fuerzas armadas de Estados Unidos en el sureste de Europa y Asia y el control del espacio y del ciberespacio. El gasto militar se vería elevado así a una cifra situada entre el 3.5 y el 3.8 del Producto Interior Bruto gastándose entre 15 y 20 billones de dólares más al año en defensa. Todo esto se proponía precisamente cuando Estados Unidos había emergido como ganador sin rival de la Guerra Fría, el mundo - según propia confesión - estaba en paz y prosperando y no habían tenido lugar los atentados del 11-S.
    Como ya quedó apuntado, el PNAC no fue un documento excepcional en su época, pero contenía algunos elementos llamativos como era la justificación y preconización de los ataques preventivos, la descripción de una serie de posibles conflictos comenzando con Iraq y la referencia a la resistencia del pueblo americano a asumir sus líneas maestros, algo que desaparecería si se enfrentara con un "nuevo Pearl Harbor". Vistas con perspectiva de tiempo, aparecen también otras carencias enormemente inquietantes. Sin el menor ánimo de ser exhaustivos, hay que señalarlas. La primera era la convicción, que se desprende claramente del texto, de la imposibilidad de que hubiera reacciones de ningún enemigo de envergadura. Estados Unidos podría ir saltando de conflicto militar en conflicto militar comenzando por Afganistán y pasando a Iraq, Irán, Siria y Líbano sin que nadie se pudiera enfrentar con las sucesivas intervenciones. De esto habría que desprender no sólo es que las poblaciones musulmanas serían fácilmente sometidas sino que carecerían de capacidad de reacción. Tampoco sería capaz de reaccionar Rusia - un juicio que en los años de Yeltsin sonaba verosímil - porque nunca se recuperaría de la postración en que estaba sumida tras la derrota de la Guerra Fría. China tampoco sería un obstáculo - ¿por qué? ¿por qué estaba volviéndose capitalista? - e Hispanoamérica se diría que no existía para la gente del PNAC, al menos, como posible foco de problemas. Como los sufetas cartagineses tras las aplastantes victorias de Aníbal, los pensadores del PNAC y otros como ellos no podrían ver en el planeta una oposición seria a un proyecto hegemónico monopolar. ¿Acaso no se había terminado la Guerra Fría con una victoria innegable?
     Precisamente porque se partía de una visión tan optimista - e irreal - se asumían como no problemáticas acciones que rozaban la falta de respeto hacia la legalidad internacional como podían ser los ataques preventivos o el desdén hacia la ONU. Era lógico. Si no se podía prever ninguna oposición seria en el campo de batalla, ¿por qué iba a darse en el terreno de la diplomacia? A decir verdad, sólo cabía desplegar un proyecto de dominio monopolar si iba a resultar tan fácil.  
   Sin embargo, aquella visión propia del síndrome de Cartago hubo de esperar para ser puesta en práctica. El presidente Clinton - bastante volcado en la política doméstica aunque no carente de política exterior - se resistió a asumir la visión del PNAC, pero George W. Bush la recibiría como una agenda asumible y colocaría en puestos de responsabilidad a varios de sus diseñadores mientras el pueblo americano vivía los terribles atentados del 11- S como un nuevo Pearl Harbor. La victoria en la Guerra Fría y la aparente ausencia de rivales habían creado un síndrome de Cartago suficiente como para creer en la posibilidad del establecimiento de un mundo monopolar cuyo único punto de referencia sería Estados Unidos. A partir de entonces se multiplicaron, uno tras otro, los errores, pero eso ya forma parte de las próximas entregas.
CONTINUARÁ

César Vidal es historiador y escritor; tiene doctorados en Historia, Derecho, Filosofía y Teología y es miembro del Directorio del Interamerican Institute for Democracy y de la Academia norteamericana de la lengua española.

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