EDITORIAL:
Los narcosobrinos
EL NACIONAL
15 de noviembre 2015 - 12:01 am CET
Puede que, en un momento determinado, un
gobernante logre diseminar tanto terror a su alrededor y su poder personal sea
tal que alcance a levantar inmensos muros de miedo, de tanto grosor y altura
que los ciudadanos no puedan huir al exterior, alejarse en búsqueda de la
libertad y reconstruir sus vidas. La única alternativa posible es la fuga hacia
el interior de sí mismo, es decir, hacia el silencio y el secreto de nuestros
pensamientos.
No es difícil traer a la memoria los casos
de la Unión Soviética, de la China Popular, de Corea del Norte, de la Cuba de
Fidel Castro o de la dictadura del general Pinochet en Chile, para darse cuenta
de que el silencio y el miedo son consustanciales e indispensables para quien
desea perpetuarse en el poder. Los medios de comunicación, la cultura en sus
diversas y renovadoras corrientes del pensamiento crítico, al igual que las
organizaciones ciudadanas que en sus actuaciones públicas disienten de los intereses
del poder son perseguidos y acallados sistemáticamente.
Para que surjan estas sociedades del miedo
se hace necesario que al frente de ellas estén líderes carismáticos, crueles y
destructores de todo aquello que lo haya antecedido con éxito. Pueden ser
oradores imparables o astutos y silenciosos personajes a los cuales su entorno
debe adivinarles el pensamiento y pobre de aquel que los malinterpreten.
Con la llegada del populismo del siglo XXI
las cosas han cambiado y los nuevos líderes se escudan siempre detrás de una
figura que ha pasado a mejor vida, a la cual, por cierto, le asignan las
cualidades que ellos quisieran tener hoy pero de las que carecen, como bien
puede observarse a primera vista.
Desde luego que esto es fatal para
quienes, habiendo llegado al poder por casualidades del destino, no dan la
talla ni la darán jamás. La conciencia de su propia mediocridad los hunde en el
pantano de la miseria moral, en la oscuridad de la carencia de escrúpulos y en
el pandillaje familiar como forma de protegerse del derrumbe total que les
tiene reservado el destino y la historia.
Por ello no le temen al tiempo presente
que es, obviamente, lo escaso que tienen a su alcance. Sus sueños son
cojitrancos, se reducen a tomar lo que está al alcance de la rapidez de su
mano, de la misma manera que el ratero vive para ese momento feliz en que
arrebata una cartera y huye.
Es claro que si quien gobierna un país
tiene esas características personales y posee esa torcida escala de valores, no
puede conducir jamás a una sociedad hacia su redención sino al derrumbe moral y
ético, al imperio infinito del delito y hacia la corrupción no solo de su
círculo de colaboradores, sino de sus propios familiares.
Hoy lo estamos viviendo en medio de la
gran lástima del tiempo perdido, de la Venezuela decapitada por el tortuoso
camino del hampa organizada, de la honestidad y el orgullo nacional
sacrificados en el altar de militares y burócratas ambiciosos e ineptos,
grandes mercaderes y negociantes que bien estarían si los nombraran administradores
de la Cueva de Alí Babá.
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