Primero fue la prolongada incertidumbre sobre la fecha de las elecciones. Ha seguido ahora la inhabilitación de una de las principales líderes de la oposición, mientras otros permanecen presos. Son las elecciones al Congreso venezolano, que se celebrarán el próximo 6 de diciembre. Si se efectuaran hoy, los partidarios del gobierno del presidente Maduro saldrían con seguridad derrotados. Sus niveles de popularidad son bajísimos.
Según The Economist, la inflación anual es del 120 por ciento y se calcula que se elevará a 200 por ciento a fines del 2015 –se ha desbordado tanto que el banco central no publica cifras–. La escasez de productos básicos es señal evidente de la crisis económica, fuente de profundo malestar social. Se añaden problemas de seguridad: Venezuela sufre una de las tasas de homicidios más alta del continente.
En circunstancias de normalidad democrática, pocos gobiernos sobrevivirían una contienda electoral frente a condiciones tan adversas. Sobre todo, con un presidente sin mayor liderazgo. Maduro no es Chávez, así se dedique a invocar su espíritu.
Las credenciales democráticas de Venezuela son, sin embargo, muy cuestionables. Desde los inicios de la revolución chavista, casi todas las instituciones asociadas con la democracia moderna se han visto minadas por los afanes de concentrar el poder alrededor del Ejecutivo. Los hostigamientos a la oposición y la prensa son paralelos a la falta de independencia de las autoridades electorales y judiciales.
Tal Cual, periódico de oposición, advirtió en días recientes sobre dos hechos adicionales que ensombrecen aún más el panorama.
El primero, una visita de Maduro al estado de Miranda, donde amenazó que, de triunfar la oposición, ocurrirían “miles de 27 de febreros de 1989” –una referencia amenazante al golpe frustrado del entonces comandante Chávez, su salto a la fama–, “empezaría una revolución y le verían la cara a [...]Bolívar y a Chávez en la calle”.
El segundo, la negativa del Gobierno de aceptar observadores internacionales del proceso electoral. Al rechazo de Maduro se sumaron las declaraciones de Diosdado Cabello, presidente de la Asamblea Nacional, quien se opone a tal presencia por “colonialista”. En su último informe de “seguimiento electoral”, el Centro Carter anunció que cesaba sus operaciones en Venezuela para enfocar “sus recursos limitados en otros países que han solicitado su apoyo”.
Con buen sentido democrático, Tal Cual y otros sectores de la oposición insisten en que la mejor respuesta a las amenazas del Gobierno es salir a votar.
Las perspectivas electorales de la oposición se tropiezan además con sus propios problemas, generados por su falta de unidad. La conformación de listas parlamentarias, como en todo proceso electoral, es siempre origen de divisiones.
Lo ha sido al reemplazar la candidatura inhabilitada de Corina Machado. En vez de cerrar filas ante una decisión que les afectaba, la oposición se ha escindido.
La estrategia del Gobierno pareciera ser la de lograr el mayor desestímulo entre los electores. Pero también ha tomado decisiones para motivar a sus propias filas a votar cohesionadamente –como candidatizar al Parlamento a la propia esposa de Maduro–.
La oposición tendría que buscar mayor unidad y concentrar esfuerzos en la organización electoral. Desde que el chavismo llegó al poder, esta se vislumbra como una oportunidad para derrotar al régimen en las urnas. Las demoras en definir la fecha electoral o el impedir a los líderes de la oposición ser candidatos son señales de un gobierno débil, desesperado. Deben servir de alerta a la comunidad internacional en defensa de la democracia.
Según The Economist, la inflación anual es del 120 por ciento y se calcula que se elevará a 200 por ciento a fines del 2015 –se ha desbordado tanto que el banco central no publica cifras–. La escasez de productos básicos es señal evidente de la crisis económica, fuente de profundo malestar social. Se añaden problemas de seguridad: Venezuela sufre una de las tasas de homicidios más alta del continente.
En circunstancias de normalidad democrática, pocos gobiernos sobrevivirían una contienda electoral frente a condiciones tan adversas. Sobre todo, con un presidente sin mayor liderazgo. Maduro no es Chávez, así se dedique a invocar su espíritu.
Las credenciales democráticas de Venezuela son, sin embargo, muy cuestionables. Desde los inicios de la revolución chavista, casi todas las instituciones asociadas con la democracia moderna se han visto minadas por los afanes de concentrar el poder alrededor del Ejecutivo. Los hostigamientos a la oposición y la prensa son paralelos a la falta de independencia de las autoridades electorales y judiciales.
Tal Cual, periódico de oposición, advirtió en días recientes sobre dos hechos adicionales que ensombrecen aún más el panorama.
El primero, una visita de Maduro al estado de Miranda, donde amenazó que, de triunfar la oposición, ocurrirían “miles de 27 de febreros de 1989” –una referencia amenazante al golpe frustrado del entonces comandante Chávez, su salto a la fama–, “empezaría una revolución y le verían la cara a [...]Bolívar y a Chávez en la calle”.
El segundo, la negativa del Gobierno de aceptar observadores internacionales del proceso electoral. Al rechazo de Maduro se sumaron las declaraciones de Diosdado Cabello, presidente de la Asamblea Nacional, quien se opone a tal presencia por “colonialista”. En su último informe de “seguimiento electoral”, el Centro Carter anunció que cesaba sus operaciones en Venezuela para enfocar “sus recursos limitados en otros países que han solicitado su apoyo”.
Con buen sentido democrático, Tal Cual y otros sectores de la oposición insisten en que la mejor respuesta a las amenazas del Gobierno es salir a votar.
Las perspectivas electorales de la oposición se tropiezan además con sus propios problemas, generados por su falta de unidad. La conformación de listas parlamentarias, como en todo proceso electoral, es siempre origen de divisiones.
Lo ha sido al reemplazar la candidatura inhabilitada de Corina Machado. En vez de cerrar filas ante una decisión que les afectaba, la oposición se ha escindido.
La estrategia del Gobierno pareciera ser la de lograr el mayor desestímulo entre los electores. Pero también ha tomado decisiones para motivar a sus propias filas a votar cohesionadamente –como candidatizar al Parlamento a la propia esposa de Maduro–.
La oposición tendría que buscar mayor unidad y concentrar esfuerzos en la organización electoral. Desde que el chavismo llegó al poder, esta se vislumbra como una oportunidad para derrotar al régimen en las urnas. Las demoras en definir la fecha electoral o el impedir a los líderes de la oposición ser candidatos son señales de un gobierno débil, desesperado. Deben servir de alerta a la comunidad internacional en defensa de la democracia.
Eduardo Posada Carbó
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