El payaso y su séquito; por Jorge Volpi
Por Jorge Volpi | 28 de agosto, 2015
Resulta fácil restarle importancia. Decir, por ejemplo, que es un payaso, un comediante, un histrión que se aprovecha de sus exabruptos —y sus millones— para ganar un poco más de fama. Nadie parece particularmente preocupado por su éxito, sus críticos lo tildan de fenómeno pasajero, defreak de la sociedad del espectáculo, de provocador populista, de mentecato sin escrúpulos. A lo más, quienes se identifican con las víctimas de sus injurias lo ridiculizan, lo bloquean, se indignan, sin que ello disminuya sus simpatías.
Nadie duda que se trata de un payaso, ni siquiera él mismo. Desde que comenzó a aparecer en los medios y se convirtió en protagonista esencial de la televisión —en particular gracias a The Apprentice, donde hacía las veces de gurú de los negocios para una panda de aspirantes a emularlo—, Donald Trump descubrió una jugosa faceta de sí mismo. Además de especulador, el magnate se dio cuenta de que también podía aspirar a convertirse en una figura pop: un empresario trastocado en ídolo es algo que sólo podría ocurrir en el neoliberalismo.
A partir de que halló el filón de la mascarada y la incontinencia verbal, sus bonos escalaron entre los ultraconservadores que detestan a Obama por todo tipo de razones —esencialmente por ser negro—, es decir, a quienes dominan al Partido Republicano desde el ascenso del Tea Party. Llamar “payaso” a Trump carece, pues, de oportunidad y de efectos políticos: el término apenas lo describe, minimiza sus intenciones y lo coloca en el lugar que él mismo decidió conquistar para sí mismo: el de outsider odiado por los liberales —es decir, por la izquierda— y adorado por sus bases.
Esta argumentación dibuja a Trump como una anomalía o una extrañeza —un loco en el seno delGrand Old Party y, por ende, de la sociedad estadounidense—, cuando se trata de un síntoma. Y no de una enfermedad pasajera o un resfrío momentáneo, sino de un padecimiento crónico que se halla incrustado en lo más hondo de la vida pública de Estados Unidos. A Hitler —apenas hay que recordarlo— también lo llamaron payaso, también lo confundieron con un demente que detestaba a los judíos —un poco como la mayoría de los alemanes de la época—, que a la larga terminaría por ser expulsado del respetable escenario político alemán. Fue minimizado y despreciado por la sofisticada República de Weimar hasta que éste se encargó de destruirla.
Las comparaciones con la Alemania nazi siempre están a la orden del día y hay que emplearlas con cuidado extremo. Estados Unidos posee una poderosa tradición democrática que nadie pone en duda, pero la aparición de un personaje como Trump no debería ser tomada a la ligera. Porque, insisto, sus maneras y su discurso no tendrían eco si no hubiese una masa conservadora dispuesta no sólo a reír con sus impertinencias, sino a compartir su sinrazón y su odio. Que hoy continúe encabezando las preferencias electorales de los republicanos no sólo es una amenaza para la democracia estadounidense, sino para nuestra civilización.
Trump no se arrepentirá de sus despropósitos porque ha comprobado su rentabilidad: México está decidido a destruir a Estados Unidos, dice, enviándole estratégicamente una legión de criminales y violadores. A todos los inmigrantes ilegales habría que devolverlos por la fuerza. Y, por encima de todo, habría que construir un gran muro de dos mil kilómetros para defenderse de los bárbaros. ¿Tonterías? ¿Sinsentidos? ¿Provocaciones estúpidas? Ojalá. Pero, como quedó demostrado en los debates de los aspirantes republicanos, sus ideas fueron compartidas —o al menos no suficientemente refutadas— por sus colegas. Marco Rubio, hijo de inmigrantes cubanos, apoyó la absurda construcción del Muro. Incluso Jeb Bush, casado con una mexicana, apenas se atrevió a refutarlo. Y entre los demás, ninguno propuso un plan justo para los doce millones de inmigrantes sin papeles que viven y trabajan en Estados Unidos.
¿El motivo? Que todos saben que las bases republicanas comparten los prejuicios de Trump y sin ellos no podrían conseguir la nominación de su partido. Sabemos que es imposible que un candidato gane las elecciones en Estados Unidos sin el apoyo de los hispanos y que con esta burda estrategia los republicanos cavan su propia tumba, aumentando las posibilidades de que Hillary Clinton obtenga la presidencia. Pero su previsible derrota no oculta que el peligro no está en Trump, el payaso, sino en los millones —sí, millones— que hoy lo festejan.
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