ROMULO BETANCOURT:
LA VIDA COMO PEDAGOGIA
“He aquí el hombre más combatido de
Acción Democrática, el objeto de las iras más frenéticas de nuestros
adversarios políticos, hoy coaligados: Rómulo Betancourt.
A los demás dirigentes de nuestra
organización se les perdona la vida; pero a Betancourt se le niega el pan y el
agua y se quiere verle el hueso a la intemperie de inmisericordia”
Las palabras que acaban de leer, son un fragmento del discurso
pronunciado por don Rómulo Gallegos, en el acto público celebrado en Caracas,
en la Parroquia de San Agustín, en octubre de 1944, durante la campaña
electoral desarrollada por su partido, en la que Rómulo Betancourt resultó
electo Concejal por dicha Parroquia.
Betancourt lo aceptaba filosóficamente: “Morir en olor de unanimidad no
es mi sino”.
Hoy se cumplen 34 años del fallecimiento en Nueva York a los 73 años de
edad, de Rómulo Betancourt, para buen número de venezolanos, el padre de la democracia,
para mí uno de los más entrañables y mejores amigos, y una figura tutelar en mi
vida, a lo largo de veintitrés años. Hago mal en señalar una duración a esa
relación, tan importante y gratificante, porque de hecho ha continuado, porque
Rómulo Betancourt sigue siendo una presencia viva, un guía permanente y el
ejemplo al cual me propuse ser fiel, fuere cual fuese el precio a pagar, en mi
vida de hombre público.
La posición de privilegiada cercanía que la vida me ofreció compartir con él, me permitió ir haciéndome a
lo largo de los años una apreciación cada vez más decantada, de una
personalidad en extremo compleja y atrayente. Confluían en Betancourt
condiciones que rara vez se dan en un líder político: insaciable curiosidad
intelectual, franqueza y claridad en la exposición de las ideas, consecuencia ejemplar en la amistad y en los afectos, así
como en las animadversiones genuinamente cimentadas y a su firme inteligencia
se sumaba una inquebrantable constancia en los objetivos y un coraje sin
desfallecimientos. Rómulo era muy avaro en otorgar el tratamiento de amigo y
sólo lo hacía con personas a quienes respetaba.
Al respecto hay una anécdota muy
reveladora, ocurrida en Santiago de Chile durante su exilio, después del
derrocamiento de Rómulo Gallegos, cuando un grupo de estudiantes adecos –entre
ellos Jaime Lusinchi- , quien me refirió la anécdota, igualmente empujados al
destierro en la hospitalaria tierra austral, le propusieron que recibiera a un
individuo, a un periodista comunista o filo comunista, recién llegado de
Caracas al exilio, y quien durante el gobierno de Rómulo Gallegos y del propio
Betancourt, había guardado, si no un total silencio, por lo menos una muy discreta
actuación, en sus publicaciones que bien hubiesen podido ser duras y muy críticas
como fue el tono general de los medios en el trienio, para desatarse como una
furia contra el régimen derrocado, después del 24 de noviembre de 1948,
endilgándole los más asquerosos epítetos y acusaciones, después a su vez
molesto con la Junta Militar, llegó a las tierras de José Miguel Carrera y de
Bernardo O’Higgins, y buscó la compañía de los exilados adecos. Ante la ingenua
y bien intencionada propuesta de sus jóvenes copartidarios, Betancourt vaciló
por un instante y después, les respondió en un tono inequívoco: “No, gracias
compañeros, yo tengo enemistades que cultivo”.
Así era el hombre, lo más alejado de la imagen acomodaticia y blandengue
que algunos achacan a los políticos. Recio en sus posiciones y en sus apreciaciones.
No dispuesto a cambiar la propia convicción por pequeñas ventajas
circunstanciales.
Su memoria legendaria, no se limitaba, como creen algunos, en recordar
los nombres y las circunstancias de compañeros de alejados confines de la
República, diez o veinte años después del último encuentro personal. Era prodigiosa cuando comentaba un texto, por
extenso y profundo que éste fuese. Lo recuerdo hablando con propiedad y
profundidad de Hegel y citando pasajes enteros de sus obras. Su velocidad de
lector era impresionante, devoró el voluminoso libro de Arthur Schlesinger,
“Los mil días de Kennedy”, en apenas dos noches de lectura, y cuando yo lo
terminé, una semana o diez días después, lo discutimos y lo recordaba con mucha
más precisión que yo mismo, que entonces apenas había traspuesto los
veinticuatro o veinticinco años de edad.
Establecimos una amistad profunda, e intelectualmente muy provechosa para
mi, cuando le interesaba un tema, un libro, compraba dos ejemplares, uno para
él y el otro para mí, no me atrevo a decir que los leíamos simultáneamente, por
la sensible diferencia en la velocidad de lectura, que señalé en el párrafo
anterior, y luego los discutíamos. Desde que murió siento que –entre muchas
cosas muy importantes- perdí a mi compañero de lecturas y además un “buceador” experto
en temas, materias y autores siempre interesantes o divertidos, tenía
compradores designados en Europa y Estados Unidos, entre ellos Arturo Uslar
Pietri -durante sus años como embajador
en la UNESCO- en París, Paco de Juan en España, Miriam Blanco Fombona de Hood,
en Londres y dos o tres amigos en USA, el curso era exigente, pero enormemente enriquecedor. El decía,
exageración amable, que yo me sabía sus libros de memoria, en todo caso me
designó miembro de la Comisión encargada de editar sus obras escogidas y además
coordinador ejecutivo de la misma, la comisión la presidía Simón Alberto
Consalvi y la integrábamos, demás de Simón y de mi, Ramón J. Velásquez y su
amigo el culto y sensible panameño Diógenes de la Rosa y tres financistas ad hoc Julio Pocaterra Montel, su pariente
Arturo Tovar y César Hernández. Lo convencí de la conveniencia de buscar un
editor internacional muy acreditado, (como ya él había hecho cuando editó en el
exilio “Venezuela: Política y Petróleo” en 1956, con el Fondo de Cultura Económica,
en México), que tuviese distribución en todos los países de habla hispana, me
preguntó ¿Cuál? y le dije sin titubear
que Seix Barral y respondió ¿tú crees que sea posible? Le aseguré que si y me
fui a Madrid y luego a Barcelona, desde la ciudad condal lo telefonee y le
informé el acuerdo obtenido, lo hizo feliz.
Siendo un jefe nato, entendía que el ejercicio de la jefatura comporta,
entre otras muchas características, la capacidad de la propia disciplina y la
sujeción a la autoridad del colectivo. Por ello fue respetuoso de las decisiones
de su partido, aun cuando aquellas no coincidieran con su apreciación de los
hechos. Concretamente me señaló, en varias oportunidades, su resistencia a
postularse como Concejal en las elecciones de 1944, y cómo aceptó dicha
postulación porque así se lo impuso, la decisión mayoritaria del Comité
Ejecutivo del partido. Innumerables serían los ejemplos en este sentido, pero
resulta verdaderamente aleccionador que nunca invocara sus “derechos de autor”
para sustraerse a la voluntad mayoritaria. La única excepción que conozco, a
esta actitud, se produjo cuando, en su segunda presidencia y controlada la
mayoría del CEN, por el grupo conocido como ARS cuyo jefe formal era su querido
amigo Raúl Ramos Jiménez, pero en la práctica manejado por el médico Marabino
Jesús Ángel Paz Galarraga, Secretario General del partido, planteó en su
reunión semanal ordinaria con la cúpula adeca, la necesidad de romper
relaciones diplomáticas con la dictadura cubana, cuya intervención en la
política venezolana era ya obvia. La
mayoría arsista del CEN se opuso a la ruptura, entonces Betancourt
respondió: “… Bien, entonces mañana yo rompo relaciones con Cuba, ustedes me
expulsan del partido y yo convoco a una cadena nacional de radio y televisión y
le habló a las bases de Acción Democrática”. El CEN, demás está decirlo,
modificó su postura y la democracia venezolana cortó con el despotismo de
Castro. Conversando con posterioridad sobre esto, me explicaba: “… era
necesario que yo tomara esa medida, la situación era insostenible y no me podía
exponer y jamás permitiría que las Fuerzas Armadas me lo exigieran…”
Su
Irrupción en la Política
En la Venezuela de su adolescencia, especie de departamento estanco,
inclusive dentro de Latinoamérica, que aún transitaba culturalmente por el
siglo XIX, en más de un sentido, bajo la pesada atmósfera de la dictadura
gomecista, una sensibilidad despierta como la de Betancourt, debía buscar algún
camino de expresión. Desde niño había estado en contacto íntimo con el pueblo,
han sido relatadas frecuentemente sus aventuras cazando zorros en los
alrededores de Guatire, y sus escapadas al entonces caudaloso río Pacairigüa,
también su contacto con los arrieros, que pasaban por el negocio en el que
trabajaba su padre, don Luis Betancourt, un canario de mente despierta y líder
natural, junto con su esposa doña Virginia Bello Milano, de la comunidad
guatireña.
Esa sensibilidad, innata y estimulada, del adolescente Rómulo Betancourt,
se encaminó primero hacia la literatura. El mismo decía, con su agudo y mordaz
sentido del humor, que había “perpetrado” dos cuentos, cuya calidad literaria
reconocía como inexistente. Estas primeras inquietudes preocuparon
profundamente al padre de Rómulo, quien tenía -al igual que muchas personas de su época— una
cierta aprehensión al ambiente y a los vicios que rodeaban a los intelectuales
y artistas, casi todos al servicio de la dictadura y entregados a una vida de
bohemia, fácil e improductiva. Me recuerda, inevitablemente, esta posición de
don Luis Betancourt, la de la madre del gran escritor francés Romain Gary,
relatada por él en un apasionante libro que me regalara Rómulo, “La promesa del
Alba”, quien se aterraba, recordando el número de escritores o de pintores que
habían muerto sifilíticos o víctimas del alcoholismo o algún otro vicio,
inexplicablemente asociados por la señora con la actividad intelectual o
creativa.
Ante las inquietudes de don Luis, doña Virginia, con esa claridad
premonitoria que, a veces, tienen las madres y que no puede ser explicada por
ninguna razón científica le decía: “no te preocupes, que él va a ser algo muy
grande”. Por una vez esa presunción iuris
tantum, como diríamos los abogados, resultó exacta y en el modesto hogar
guatireño se estaba incubando la más grande personalidad venezolana del siglo
XX.
La revolución rusa de 1917, cuyos ecos no podían del todo ser apagados,
ni siquiera por la férrea censura existente, más la agudización -en los últimos años de Gómez- de los aspectos más negativos de su régimen,
que coincidieron, como suele ocurrir, con su propia senilidad, despertaron en
la juventud de su tiempo inquietudes revolucionarias. La Universidad, esa eterna cantera de
movimientos, ese crisol de la angustia colectiva, fue el punto de partida de
las jornadas de 1928, que no vamos a historiar aquí porque son de sobra conocidas,
pero que no podemos dejar de mencionar, constituyeron, por así decirlo, el
debut político de Rómulo Betancourt y de esa generación de tan enorme
gravitación en la vida venezolana del siglo XX. Movimiento el del año 28 que
era más una explosión que una acción política, sin contenido ideológico
definido y con una integración heterogénea, además a él se sumaron algunos muy
importantes dirigentes de mayor edad y algunos ya profesionales
universitarios, que hoy en día son
vistos como pertenecientes “al 28” tal es el caso de Andrés Eloy Blanco,
Válmore Rodríguez, Luis Beltrán Prieto Figueroa y Gonzalo Barrios. La
muchachada valiente y aguerrida, civil y militar, que participó en esos hechos,
no pensaba si no en liberar a Venezuela del yugo de la dictadura, que ya
llevaba 20 años, si es que no incorporamos a la cuenta los ocho del compadre
Cipriano.
Aventado a su primer exilio, Betancourt no se precipita ni al despecho ni
a la simple oratoria revolucionaria, se abalanza sobre el bien más preciado
para el hombre, y que era inalcanzable en la Venezuela de entonces, sobre los libros, de todo tipo,
especialmente aquellos que trataban de economía y de esa negra sangre que
enloquecía a los hombres y que parecía brotar en forma ilimitada del subsuelo
de la adolorida Venezuela: el petróleo. La primera barrera que se encontró
fue la del idioma. Los textos disponibles sobre la materia petrolera eran, prácticamente
en su totalidad, en inglés o en francés. Diccionario en mano, palabra por
palabra, iba traduciendo los textos y enterándose de su contenido. Este largo
interés por el petróleo lo llevó a convertirse en el hombre mejor informado
sobre la materia en Venezuela, hasta bien entrados los años 40.
También pudo informarse, ya no
sólo en la fuente directa de los textos marxistas, sino en las experiencias ya
publicadas, de grandes intelectuales y políticos, que habían vivido el
sarampión comunista y estaban de regreso del espejismo iluminado de Lenin, que
ya se iba convirtiendo, en las manos de José Stalin, en una triste mazmorra de
millones de kilómetros cuadrados.
Víctor Serge, André Gide, Arthur Koestler y muchos otros, fueron
devorados por la curiosidad del joven Betancourt. Y John Dos Pasos, Steinbeck, William
Faulkner, Waldo Frank, atrajeron también sus pupilas veinteañeras. Fue
fascinado por el genio y la consistencia intelectual de León Trotski, y
comentaba que, el estudio de su pensamiento le había impedido cualquier
tentación de ser estalinista, sin que lo llegara a convertir en trotskista, lo
cierto es que muy tempranamente y por su propia comprensión e intuición de
nuestra realidad, llegó al convencimiento de que el camino para nuestro país era
la estructuración de un movimiento nacional revolucionario, un frente de clases
oprimidas y no la importación de un esquema prefabricado para otras realidades.
Resulta curioso, y él siempre
lo señalaba en forma prístina, que este proceso de comprensión de nuestra
realidad y de concreción de esa comprensión en un esquema de acción política,
ocurrió en forma paralela, pero absolutamente desvinculada, del proceso que
llevó a idéntica conclusión a Víctor Raúl Haya de la Torre, cuando estructuró
el movimiento Aprista. Partido
hermano, pero de ninguna manera padre ideológico de Acción Democrática.
Habiendo estudiado a Marx, con un rigor que lo hacía decir, sonriendo,
que él era “el único marxista venezolano” porque era el único que verdaderamente conocía
el pensamiento de Marx.
No
obstante, no debemos pasar por alto una realidad que él señalaba y reivindicaba
con frecuencia, que habiendo sido un denodado estudioso de Marx y de Engels y
admirador de muchos aspectos del pensamiento de Lenin, no fue nunca “comunista”
en el sentido que hoy le damos al término.
Militó, es
cierto, en el Partido Comunista de Costa Rica y hasta ocupó posiciones destacadas
en esa organización, pero el partido
comunista costarricense no estaba adscrito a la internacional comunista, es
decir no estaba sometido a las líneas que desde Moscú se impartían y eran, como
los ucases de los zares, de obligatorio acatamiento en todo el orbe, eran
marxistas-leninistas, ticos…
La Historia de Rómulo Betancourt ya ha dado pie a la publicación de
numerosos libros, en el futuro se publicarán muchos más. No obstante esta no pretende
ser una biografía, por ello voy a dedicarme, particularmente, a ciertos
aspectos fundamentales de su personalidad y de su acción.
Frente
a la Corrupción
Condenar la corrupción verbalmente, es un hábito generalizado entre los
demócratas y no demócratas de todas las latitudes. Combatir la corrupción, en
todos los frentes y con el propio ejemplo, ya es mucho más raro. Betancourt
entendió siempre que ser honesto no consistía solamente en no robar, sino
también en no permitir que otros lo
hicieran y en no cohonestar la deshonestidad de nadie, fuese o no de su propio
partido. Sobre este aspecto fundamental de su personalidad, de su sentido ético
de la política y del acontecer humano, hay numerosos testimonios, y el mejor de todos: su propia
vida. Citaremos solamente algunos de ellos.
En una declaración hecha en presencia de Don Mariano Picón Salas y un
grupo de amigos, el 25 de febrero de 1959, decía: “La integridad de un hombre tiene
dos pruebas fundamentales que superar en dos extremos de la vida: cuando se
está en el fondo; pero bien en el fondo; y cuando se llega a la cima. Yo he
pasado por ambas pruebas y aquí estoy, a la vista de mi pueblo”.
Un año y medio después repetía: “He dicho, y quiero repetirlo a los
venezolanos, que yo goberné por tres años y no robé; que voy a gobernar por
cinco años y que no robaré; pero que tampoco voy a tolerar que nadie, al amparo
de un gobierno por mí presidido, pueda ser prevaricador, un usufructuario de
porcentajes, un traficante de influencias. Definitivamente en Venezuela vamos a
poner de moda la honradez”.
Y entendiendo el carácter íntimo, subjetivo y no solamente político de su
actitud decía: “Se
procede por propia honradez y por el afán pedagógico de gobernar educando. De
gobernar demostrando que se pueden administrar presupuestos cuantiosos sin
robar”.
Es decir, siempre hay un sentido formativo en su actitud y no solamente
el cumplimiento con su propia virtud, con sus propios principios.
Y en una entrevista con la periodista Alicia Segal fue mucho más preciso:
“Tenemos
que trabajar muy duro para que el ladrón de los dineros públicos deje de ser
complicitado por la sociedad y sea más bien objeto de escarnio colectivo. Esa
tolerancia social frente a los traficantes de los dineros de la Nación es la
que considera como “vivo” y no como “criminal” a quienes se enriquecen
ilícitamente... La inmoralidad administrativa en Venezuela obedece a que nos
cubre una riqueza fácil, la de los petrodólares, a la desorganización del
Estado, a que ha nacido como una religión del billete que empuja a hacer dinero
rápido y sin trabajar”.
Y en el Teatro Municipal de Caracas, durante un homenaje que le rendía la
Orquesta Sinfónica de Venezuela, con motivo de sus 50 años de vida pública,
afirmaba en su estilo peculiar: “No profeso un optimismo panglosiano. Venezuela
no es una versión tropical de Alicia en
el país de las maravillas. Nuestra democracia tiene feas verrugas en su faz
y me atrevería a decir que lacras vergonzantes. Nuestra democracia tiene
carencias, pero precisamente, lo fundamental y promisorio del sistema
democrático es la capacidad de las sociedades libres para enderezar los rumbos
torcidos”.
Y al recibir el Doctorado en Derecho, de la Universidad Interamericana de
Puerto Rico, remachaba: “El manejo aséptico y escrupuloso
del patrimonio público es el compromiso menos eludible de los gobernantes
democráticos. La corrupción administrativa es el ácido corrosivo inexorable de
los cimientos de regímenes nacidos del sufragio”.
Desde luego, para Betancourt, no había peores corruptos que aquellos
compañeros de partido que incurriesen en hechos de esa naturaleza, los llamaba
las “ovejas negras de la familia”. Llegó a explicar: “Cuando nos nace un hijo
procuramos guiarlo por el buen camino, pero no sabemos que será”. En
1977 escribió: “Venezuela confronta el riesgo de que pueda podrirse y aun
desintegrarse. En cuanto a la distribución de los ingresos, el 65% lo recibe
el 20% más rico de la población, y el
7,9% para el 40% más pobre. Es sencillamente repugnante por su injusticia –y
agregaba- Detrás de ese biombo
pantallero de la nación con un ingreso per cápita más alto de América Latina y
situado entre los más altos del mundo, con mayores reservas internacionales de
divisas fuertes, respaldando la moneda, se oculta la verdad dramática de
que somos una pobre nación rica. La escala de valores del
país ha sufrido una vergonzosa distorsión. Poseer dinero, mucho o poco,
exhibirlo y gastarlo, con vulgar echonería, es credencial, alardoso prestigio,
símbolo del status preeminente… Se predica la religión del gigantismo. Sólo
deben hacerse –le dicen al país para hacerle un devastador lavado de cerebro-
las inversiones públicas multimillonarias. Ellas son las que dejan amplio
margen de tela para cortar y no las orientadas al aumento del cupo escolar, a
la mejor asistencia de la salud pública; a mayores prestamos oportunos al
industrial y agricultor pobre; a la reforma agraria más eficiente; a los
servicios públicos expandidos y cumplidores; a casas baratas para la gente de
bajos ingresos. Nuestro sistema de valores ha sufrido una grave distorsión. Una
histeria colectiva ha incitado a los venezolanos a un consumo insensato y extravagante,
peor todavía ha sido la propagación de la corrupción y el soborno… No debe
haber demora en combatir el vicio vergonzoso de la corrupción administrativa,
hasta que sea completamente erradicada”.
El eminente médico y humanista Blas Bruni Celli, en su ensayo titulado “Rómulo Betancourt frente a la
corrupción administrativa”, aborda con brillantez este
aspecto. Dice Bruni Celli: “Betancourt es hoy sin duda el hombre que en nuestra
historia republicana ha predicado con más tesón y constancia, con más gallardía
y valor, y sobre
todo con más autoridad moral, que la principal virtud del
gobernante ha de ser la honestidad, entendida ésta en su más prístina
aceptación, como regla de conducta vital, cuyo ejercicio produzca a la postre
noble y natural satisfacción”. En este
Ensayo Blas Bruni Celli hace referencia a la obra “Latinamerican Politic’s and Goverments”
de Austin E. Mac Donald, quien comentaba: “El sueldo del Presidente equivalía
a unos 14 mil dólares al año. Esa asignación era insuficiente en un país de
vida tan cara como Venezuela. La Ley imponía que los Jefes de Estado al retirarse
del cargo concurrieran ante un juez e hicieran declaración pública de su
capital y deudas. El ex Presidente Betancourt demostró que sus ganancias al
abandonar la presidencia eran 343 dólares”.
Y la reputada revista “Fortune” de Nueva York, la misma
que suele publicar listas de los hombres más ricos del mundo, citada en el
mismo trabajo, comentaba en abril de 1949: “Cuando Betancourt llenó el
requisito constitucional y dio cuenta de sus haberes, después de ejercer
durante dos años la presidencia de uno de los países más ricos del mundo, su
capital ascendía a 1.154 bolívares. Semejante honradez por sí sola es un milagro
en América Latina”.
Esta posición, militante e inflexible, de Betancourt frente a la
corrupción administrativa, fue compartida por la generación fundadora de Acción
Democrática, y sería excesivo entrar en ejemplos de cada uno de los creadores
del partido, voy a citar simplemente dos testimonios: Andrés
Eloy Blanco, el poeta más popular de Venezuela y dirigente inolvidable de
Acción Democrática, en un artículo titulado “La reacción y el peculado” hacía
señalamientos drásticos: “El truco en
cuestión consiste en predicar la especie de que no se debe esgrimir contra un
gobernante, que tiene méritos de demócrata en otro orden, sus delitos de
peculado, porque de esa forma se le dan armas a la reacción. Dicen ellos que la
reacción para atacar lo que ellos odian, que son las conquistas democráticas en
el orden político, apela la acusación de peculado, y que no se le debe hacer el
juego. . . Entonces, ¿quiénes le hacen el juego a la reacción? Los reos de
peculado que figuran en las filas democráticas. Si ellos no hubiesen robado, no
darían lugar a que se los dijeran”.
“Los reaccionarios están
deseosos de que un demócrata falle, cuidado de los demócratas debe ser mantener
sus filas limpias, mediante una implacable disciplina... Me contraigo a la más rotunda
negativa de que el soberano derecho a pedir pulcritud a los gobernantes sea
hacerle el juego a la reacción. A una reacción de reos de peculado, no es posible hacerle el
juego así. Y a una reacción de doctrinarios sólo les hace el juego el que
comete el delito y el que desee encubrirlo”.
“Precisa que los gobernantes que aspiren al
afecto de los pueblos y al título de demócratas, llenen todo su deber; el
político mediante un gobierno de avance ininterrumpido y de osadía antireaccionaria,
antifascista y antioligárquica; y el administrativo, mediante un diáfano y
cuidadoso empleo de la riqueza pública... Nada de términos medios. Democracia y
no media democracia. Y sin honradez administrativa, el régimen democrático no
es completo”.
Gonzalo Barrios, nuestro respetado y admirado Presidente del Partido,
señalaba: “La
corrupción administrativa es el Talón de Aquiles de todos los gobiernos. . . En
casos semejantes se pone en tela de juicio la verdadera naturaleza, y hasta la
misma legitimidad, del régimen viciado y se abre uno de esos paréntesis de
crisis, durante los cuales cualquier cosa puede suceder y para los pueblos
atónitos, se hace aceptable cualquier cosa que suceda”.
Me atrevo a asumir, como una apropiación no indebida,
sino debida, para Rómulo la afirmación de Pierre Viansson-Ponté, referida a uno de los políticos
extranjeros, que Betancourt leía y admiraba, Viansson-Ponté había dicho del
gran prócer socialdemócrata francés, Pierre Mendès-France: “…es la prueba
viviente, de que la acción política no envilece por naturaleza, ni el poder
pervierte por su esencia…”. Le calza a la perfección.
Política
Militar
Pudiera resultar paradójico hablar de la política militar de Rómulo
Betancourt, cuando éste siempre afirmaba que “la mejor política militar es no
hacer política con los militares”. No por simple gusto de la paradoja,
sino porque entendió claramente que la mejor garantía de la
institucionalización y profesionalización de las Fuerzas Armadas era el respeto
a las reglas del juego castrense, la escrupulosidad en no intentar
intervenirlas políticamente, sino en verlas como un cuerpo fundamental de la
nación para su defensa y soberanía, y no campo abierto al proselitismo
partidario. Se ocupó y preocupó por ellas, dedicaba un día a la semana —los miércoles—
exclusivamente a recibir oficiales y sub-oficiales que le pedían audiencia,
muchas veces para tratarle problemas personales, familiares y hasta íntimos.
Ello le permitió desarrollar una relación muy especial con nuestras Fuerzas Armadas,
que vieron en él un verdadero Comandante en Jefe.
El constitucionalista Ambrosio Oropeza, en un artículo publicado en “El
Diario de Carora”, el 14 de marzo de 1964, y titulado “Rómulo Betancourt, Jefe
y Presidente” señalaba con acierto: “Al terminar su período presidencial, ni un
día más ni un día menos, como lo había prometido porque el mandato no expira
sino cuando lo reemplaza el sucesor, es unánime el consenso de la crítica al
señalar el hecho como un suceso histórico y como una hazaña verdadera. Pero,
para quienes le conocen bien, la
sorpresa no puede ser abrumadora. Porque Betancourt no es un civil como Vargas o Andueza
Palacio. Es un jefe de Estado a quien, ciertamente, no adornan charreteras ni
asistió a las academias militares, pero lleva como prenda que ni se compra ni
se hereda, el coraje y la intuición del mando de otros venezolanos, que tampoco
estudiaron en las escuelas de la milicia, pero que se impusieron con talento y
con resolución a sargentos díscolos y a conspiradores ensoberbecidos. No fue
comandante del ejército porque una ley establece que el Presidente de la
República es la autoridad suprema en los cuarteles, sino porque, aún venciendo
hostilidades y recelos, los soldados de Venezuela nunca se sintieron ofendidos,
sino por el contrario enaltecidos y respetados cuando les manda un civil como
Rómulo Betancourt, que es su igual en la resolución y en el arrojo para echar
el hombro a situaciones conflictivas. Y porque el ejército entiende que su
comandante según la ley, ni tiene miedo ni le tiembla el pulso para enfrentar
atentados, alzamientos y conspiraciones, el hombre civil sin
estudios, ni títulos castrenses, le presta su concurso a la tarea que hace
honor a las Fuerzas Armadas.
El General de División (R) Raúl Morales, al cumplirse el primer
aniversario de su desaparición física, hizo el siguiente retrato harto
elocuente: “El
Presidente Betancourt es un venezolano sobresaliente, luchador infatigable por
sus convicciones, de rasgos virtuosos y humanitarios como muy pocos hombres;
con sensibilidad anticipada de los acontecimientos y sus consecuencias; de
inteligencia cultivada que sobrepasa niveles muy altos; con un aplomó a toda
prueba, producto de una disciplina que siempre lo mantuvo como un samán
aragüeño, en su sitio. Jamás el presidente perdió la compostura de estadista y
Primer Magistrado, ni en los momentos más difíciles, sostuvo las riendas del
país con la firmeza del jinete que guía su cabalgadura por vericuetos que hacen
peligrar su marcha y el logro de su destino. Era severo, pero justo y se
regocijaba felicitando a quien procedía bien”.
y añadía más adelante Raúl Morales: “A ese venezolano le sirvió esta
Casa Militar y a la par del sagrado deber que significa ese servicio, tenemos
la honra y el orgullo de haber estado a su lado, porque todos los días
aprendíamos una nueva lección, siendo quizás las más hermosas: la dignidad, la
lealtad, la honestidad, símbolos indiscutibles de su persona... Muchos
políticos se refieren frecuentemente y con marcado énfasis a un totalitarismo
de los militares por acciones que en circunstancias aisladas parecieran
involucrar a las Fuerzas Armadas en procederes antidemocráticos. Nosotros
rechazamos esas apreciaciones, por cuanto nuestra institución demuestra cada
día más arraigo democrático que nadie, y dudamos mucho de quienes, entre
civiles y militares, desde que existe nuestro sistema de libertades han puesto
en verdadero peligro este ambiente de participación que hoy vivimos, producto
de la convicción y la lucha de este hombre que fue nuestro Presidente. El
Presidente Betancourt, a diferencia, tenía una clara conciencia de la
importancia tanto del poder político como del poder militar, y equilibró la existencia de
ambos por un profundo respeto. Las Fuerzas Armadas con él recobraron su verdadera
posición dentro del Estado... Así fue nuestro Comandante en Jefe”.
Estas
hermosas palabras del general Morales, lucen extrañas hoy, después que un
oficial que desgobernó a Venezuela por tres lustros, vulneró la meritocracia y las
virtudes castrenses y presentó a las fuerzas armadas casi como el “enemigo
natural” de la civilidad y las instituciones democráticas, a extremos que no
conocíamos.
Juan Vicente
Gómez, quien se ganó las preseas de general en Jefe, derrotando, uno tras otro
a todos los caudillos que usufructuaban a Venezuela, que no abandonó la
Comandancia en Jefe de las fuerzas armadas ni cuando tuvo a presidentes civiles
al frente de la administración, fue un dictador militar, qué duda cabe, pero su
gobierno no fue militarista, hasta nombró al primer civil como ministro de
Guerra y Marina, el Abogado Jiménez Rebolledo. Tampoco Pérez Jimenez, militar
de Escuela, aunque nunca echó un tiro
–el estratega virgen, lo llamaba Betancourt, por la hemorragia de condecoraciones que
lucía- tuvo gabinetes, ni congresos
militaristas, solo recurrió a ellos cuando se estaba tambaleando, ya al final de su régimen.
El gran escritor peruano Mario Vargas Llosa, publicó
en noviembre de 1977, una entrevista informal que le hiciera al Presidente
Betancourt, en la biblioteca de su quinta “Pacairigüa”. Preguntó el prosista
Vargas Llosa: “¿Por qué en su país los militares
respetan el poder constitucional y en otros no ocurre lo mismo?”.
Lo sustantivo de la respuesta es esto: “El momento crítico —dice Betancourt—
sobrevino al estallar el movimiento guerrillero contra mi gobierno. La lucha contra la guerrilla no la dirigió el
ejército; la dirigí yo. Mi gobierno no abdicó de esa responsabilidad como
hicieron otros gobiernos civiles en América Latina, por cautela política,
prefiriendo que fueran los militares quienes se ensuciaran las manos. Aquí, fue
el gobierno civil, desde el primer momento, sé que asumí esa tarea, arrastrando
la impopularidad y a pesar de la feroz campaña internacional en contra nuestra.
Los militares respetan a quienes saben mandar” y -acota
Vargas Llosa- ”No hay duda que él sabe y que le
gusta hacerlo: al decir estas cosas gesticula con energía”.
El propio Betancourt en las palabras que pronunciara
en el Aeropuerto de Maiquetía, al regresar de Nueva York el 20 de abril del año
77, después de recuperarse de una intoxicación medicamentosa, que hizo temer
por su vida, señaló: “Pienso
también que en el pináculo castrense y en los subtenientes y tenientes que
están de guarnición en las zonas periféricas; y los guardias nacionales, y los
soldaditos, los sargentos y el personal técnico de sub-oficiales de carrera,
también se me dedicó un pensamiento, Es el mundo castrense que he vivido, que
conozco y que respeto, mundo que no está marginado a Venezuela sino que está
integrado a la sociedad venezolana y no como una añadidura superficial, sino
como una necesidad vital de la República. Las armas que Venezuela puso en sus
manos son para garantizar nuestras fronteras de tierra, mar y aire, para
respaldar al régimen democrático venezolano, que el pueblo se dio en libres y
soberanas elecciones”.
Recuerdo que a raíz de
su autoexilio, durante la presidencia de Raúl Leoni, le pregunté sobre un alto
oficial que me había impresionado mucho, quien entonces, ya retirado, se
desempeñaba como embajador, ¿qué referencias tenía él antes de nombrarlo en un
cargo fundamental de la jerarquía castrense?
Se sonrió pícaramente y me dijo, que lo único que
sabía de él, además de que era un buen oficial, es que era muy anti-adeco, y se
rio. Este oficial resultó ser uno de los más eficaces colaboradores de su
gobierno.
Es una gran lección que no puede perderse si estimamos
que los dos grandes protagonistas que acompañaron a Rómulo Betancourt en el
afianzamiento de la democracia venezolana, fueron las Fuerzas Armadas y los
trabajadores organizados de Venezuela.
Caudillismo,
Mesianismo y Egolatría
Ramón J. Velásquez, muy admirado amigo y eminente historiador, califica a
Rómulo Betancourt como ‘“el último caudillo y el primer dirigente político
moderno de Venezuela”. Efectivamente, había en su personalidad rasgos y
características que podrían considerarse una bien lograda simbiosis de dos
arquetipos bien definidos. No obstante es totalmente ajena a su personalidad la
inclinación mesiánica, providencialista, demagógica y populista que ha
caracterizado a muchos lamentables casos históricos.
Betancourt era simultáneamente un hombre de pensamiento y un hombre de
acción. El ególatra, el supuesto mesías,
el pretendido predestinado, tiene características bien distintas. En su
excelente trabajo “Totalitarismo y
egolatría”, el Profesor Gregorio de Yurre, al hacer un retrato
espiritual de Benito Mussolini señalaba: “Entre su sicología y su ideología
existe una relación de dependencia: la espina dorsal de su sicología, es su
ambición de poder y de gloria; el centro de su ideología es también el poder,
el imperio, como pedestal de su gloria. En él tiene tal preeminencia el propio
yo, que la idea es un vehículo de sus grandes ambiciones, un instrumento de
realización de su ambición de poder... En lógico resultado de exhaltación del
propio yo que le condujo a la cima de la egolatría”.
En absoluta subordinación de las ideas a la mera ambición personal, como
él explica más adelante en ese mismo trabajo, en forma muy clara, al comentar
el cambio de chaqueta de Mussolini, de socialista a fascista: “Cuando ese
camino se obstruyó definitivamente con su expulsión del partido, Mussolini creó
otro nuevo, el partido fascista, del que fue fundador y director,
partido de ideas opuestas a las que hasta entonces había defendido. Una vez que
la idea socialista no se mostró propicia para la conquista del poder, a Mussolini
no le costó gran cosa el cambio de idea, si ello podía facilitar el logro de su
ambición. . . Esta ambición constituye la espina dorsal de la
sicología y personalidad del Duce. Podían cambiar y cambiaron de hecho, sus
ideas; pero esta gran pasión no cambió nunca: fue el timón y el motor de su
nave”.
Razonamiento que a más de estar apoyado en los hechos históricos, es una
resultante elemental de la personalidad del ególatra, del egocéntrico, del
hombre que cree que el mundo gira en torno suyo y a su capricho. Pasan de la
extrema derecha a la extrema izquierda. De la persecución de los comunistas al
coqueteo con la Rusia soviética y sus satélites. Del blanco al negro. Lo único
importante, lo único que cuenta es el resultado, la propia glorificación a
cualquier precio. En el caso de Mussolini, él lo dijo muy claramente, afirmó
reiteradas veces: “El fascismo es Italia”, para decir en otras oportunidades: “Fascismo
es Mussolini”, de donde, inevitable resultado de esta ecuación, Italia era Mussolini.
Su adoración por Italia no es sino el culto a sí mismo, para el dictador
italiano el pueblo es un objeto de dominio, una masa que contiene una fuerza y
de ella se puede servir para realizar la gran meta de sus sueños: el poder y la
gloria. Mientras el pueblo es pedestal, Mussolini
lo ensalza, cuando el pueblo se marcha por otro camino, Mussolini lo desprecia
y maldice.
Paradójicamente, los ególatras, pese a su fiera apariencia, son
extremadamente débiles. Manejables por el halago y la adulación. Actitudes que
en un hombre como Betancourt no producían sino el más hondo desprecio.
Los adulantes, conociendo esta debilidad, llegan a manejar al hombre
providencial que se cree omnipotente. El titiritero pasaba a ser títere de
aquellos que halagaban su ego, su insaciable vanidad. Grandi, Ministro del
Duce, señalaba: “Veía en cualquiera que se le acercase un enemigo,
especialmente si se trataba de hombres de su partido, y era instintivamente
inclinado a sostener al parecer opuesto al de su interlocutor, en cambio se
dejaba ganar fácilmente por quien comenzase reconociendo su superioridad. Era,
ingenuamente, diría yo, infantilmente, conquistable. Bastaba darle la sensación
de dominio. De golpe perdía toda desconfianza, frente a una simple declaración
de fidelidad o de admiración”. Más adelante el Profesor de Yurre analiza a
Adolfo Hitler afirmando: “Practicó el culto al propio yo durante toda su vida,
aunque naturalmente, este culto alcanzó su cénit y la categoría de religión en
la época de su vida política. Esta es la tentación fundamental, a la que se ven
sometidos los hombres que viven en ese mundo del poder, especialmente cuando el
poder no tiene frenos ni límites eficaces. .. Se sintió infalible. .. En vano
hemos intentado hallar en su vida un solo caso en el que confiese haberse
equivocado y cargue sobre sí la responsabilidad de su fracaso. Todo el mundo se
equivoca menos él, todo el mundo es responsable menos él. Quien no
comulga con su opinión es idiota”.
Cuantas veces nos tropezamos, en estos procelosos mundos de la política,
con hombres de esta clase, que saben más medicina que los médicos, más
ingeniería que los ingenieros, más derecho que los abogados, juegan mejor
ajedrez que Capa Blanca y hubiesen superado a Clark Gable, de haberse dedicado
a la cinematografía. Es el arquetipo del ególatra, de ese hombre peligroso que cree tener todas las respuestas para todas las
preguntas, y que no se pregunta nada a sí mismo, porque cree ya lo sabe todo. Dentro
de esta visión todo es lícito, y esto implica la sumisión y la
instrumentalización de todo principio al servicio de ese yo supremo.
El camino contrario es el de quien trajina, el que llega a la política
por vocación de servicio y sentido de la historia, dispuesto a consumirse en
una larga pasión por su país, sin garantías de éxito y a todo riesgo, para
satisfacer una necesidad honda y profunda de su naturaleza: servirle a su
pueblo y a su nación, consolidar sus instituciones y el bienestar de sus
conciudadanos. Fue el caso de Betancourt la antítesis del mesías ególatra. Por
ello impidió el culto a su propia personalidad y rechazó la reelección: “Desde
el 64 dije que no iba a ser nuevamente Presidente de Venezuela. Lo dije porque
glosando a Bolívar: “Desgraciado el hombre que manda muchas veces y más el
pueblo que lo obedece”. No voy a ser Presidente de Venezuela”.
Jetzinger reduce la personalidad de Hitler a tres grandes rasgos, la
oratoria, la ambición de dominio y el odio sádico. Con un poco menos de sadismo
esas mismas características son las de Mussolini y confirman al arquetipo del
mesías ávido de poder y que se cree centro del universo.
Para Hitler, Mussolini, Perón o cualquiera de esos enfermos “populistas”,
el partido no es sino un instrumento de la voluntad del jefe. Para darle valor
real a las leyes existentes, a las estructuras establecidas habría sido
necesario constitucionalizar a Mussolini, o a cualquiera de esos otros dos
compañeros en este ejemplo simplificador. Es decir, el Duce debería haber sido
requerido al cumplimiento de las leyes existentes. El desbordamiento de la
voluntad del Duce produce contradicciones por doquier. Se hacían nombramientos
desde arriba, donde era necesario recurrir a elecciones y asambleas regulares;
se tomaban determinaciones sin consultar a los organismos destinados al efecto.
La constitucionalización de Mussolini fue imposible, el mito se impuso. El
mussolinismo triunfó y se convirtió en una práctica destinada a legitimar la
ilegitimidad. Ya no es el fascismo el que está en el poder sino el mussolinismo.
En otras palabras, una nueva versión de aquella afirmación que se atribuye a
Luis XIV, “El Estado soy yo”.
Estos hombres endiosados, concentrando en sus manos todo el poder y todas
las decisiones, necesitan extender su dominio no sólo a las muchedumbres sino
también al tiempo. Quieren crear una era, una época que lleve su nombre. Para
ello, multiplican, en epiléptica actividad, decretos emanados de su simple
voluntad, acumulan reformas, aunque éstas sean mera cosmética. La suplantación
del partido implica la suplantación del pueblo y el aislamiento completo de la
comunidad. Un partido absorbido por el jefe, o por la voluntad de arriba es un
partido aislado, incapaz de estar en contacto con el pueblo. Se trata de un
partido paralizado, monopolizado por el mandato y la decisión de arriba. El
exceso de autoridad provoca la burocracia y la hipertrofia de todo el
organismo. El monopolio del decreto elimina la iniciativa y el impulso de
abajo. Porque, ¿qué es un partido si no
crítica en acción? El partido convertido en hato de cortesanos toma el aspecto
de una masa gregaria. El ex Ministro Grandy afirma:
“En 1932 se suprimió de hecho el partido fascista, sustituyéndole un cesarismo
personal que estaba muy lejos de nuestro viejo fascismo, como la tierra de la
luna. No más congresos y asambleas de partido, no más órganos directivos
nombrados desde la base sino exclusivamente escogidos por él. La intriga y la
antecámara sustituyeron a las libres elecciones y las reuniones oportunas de
los fascios de combate”.
Este desbordamiento de poder personal, termina por metamorfosear a los
propios protagonistas. En un
principio Mussolini sabía escuchar, inclusive, formaba parte el escuchar de su
formación de autodidacta y era fácil hablarle y exponerle las críticas más
duras. Es la época del coloquio, al menos del coloquio entre los suyos. Luego
vino la época del soliloquio. El endiosamiento y el mito produjeron
un Mussolini concentrado en sí mismo, dogmático e infalible, personas con
criterio propio, con sentido de la responsabilidad, no pueden sobrevivir junto
a ellos. Hemos llegado a la cima del personalismo, se ha dejado atrás al
pueblo, al partido, a los ministros y a los organismos supremos. Puede marchar
delante solo y sin estorbos. Pueden tomar decisiones supremas por su cuenta,
sin dar cuenta a nadie de la dirección que va a tomar su política.
Esta descripción es realmente arquetípica. Es casi el camino obligado del
hombre que se pretende providencial, que por consiguiente se coloca por encima
de todas las limitaciones. Rómulo
Betancourt en su libro “Hombres y
villanos”, al analizar -por supuesto entre estos últimos- a Mussolini afirma: “Lo que el César de opereta se atribuía
a sí mismo y lo que pretendía haber inculcado a su pueblo, era pura palabrería.
La eficiencia en la organización del trabajo; la capacitación de la industria;
el perfeccionamiento de la exportación agrícola; el desarrollo y generalización
de la técnica; la popularización de la cultura; la armoniosa estructuración de
todo el orden social, en fin, lo que el fascismo agitaba como verdad
incontrastable y como una garantía segura del futuro grandioso de Italia, eran
falsificaciones deleznables, edificaciones de cartón piedra para embaucar a los
incautos y conquistar la admiración de algunos extranjeros superficiales... Es
evidente una concordancia de estilo y de contextura moral entre dichos fenómenos
y el que se expresa en América, mediante las aclamaciones y abdicaciones en
favor de supuestos hombres necesarios, providenciales, en cuyas manos muchos
encuentran grato depositar la propia responsabilidad”. Alertando sobre el peligro
de fenómenos como el que narraba, añadía: “En las últimas elecciones
celebradas en la Península, antes de la marcha sobre Roma, de 1919, mientras el
Partido Socialista conquistaba una tercera parte de los sufragios y 159 puestos
en el parlamento, las huestes fascistas no lograban elegir un solo
representante, estaban, sin embargo, muy cerca del poder. Pero lo alcanzaron
gracias a las complicidades de la Corona, a las intrigas de la alta finanza, a
subsidios inconfesables, a una conjura bien planificada que explotó al máximo
la incapacidad de muchos dirigentes políticos y la desorganización evidente de
los partidos democráticos”.
En la misma obra, Betancourt analiza, con implacable crudeza, el más
clásico de los fenómenos populistas latinoamericanos: Juan Domingo Perón.
“Juan Domingo Perón hizo su aprendizaje político en la Italia de Mussolini en
pleno auge del Fascio, fungía
de observador militar en el ejército de Los Alpes y memorizaba las gesticulaciones
y grandilocuencias del Duce , espectador
embobalicado de las periódicas apariciones suyas en el balcón sobre la Plaza
Venecia. La filosofía mussoliniana de Nietzsche y de Georges Sorel; el culto al
superhombre y la exaltación de la violencia, la apelación a los instintos primarios
de la gente y una concepción paternalista de la justicia social: tales fueron
los ingredientes con los cuales amasaría después Perón ese plato picante del
justicialismo”.
Y más adelante señala, como la miopía de las fuerzas democráticas: “Entregó
a la demagogia peronista un campo propicio y virgen; el de las reivindicaciones
populares insatisfechas…”. Añade Betancourt: “El flamante presidente encontró a
su país en optimas condiciones económicas y fiscales. En el mundo hambreado de
la posguerra, la Argentina era productor en grande de alimentos que alcanzaban
altas cotizaciones: carne, grasa, cereales. Argentina tenía saldos a su favor
en Bancos de Londres y Nueva York, hasta por mil setecientos millones de dólares.
Se ha hecho el cálculo de que esa suma equivalía al 62% de todas las
disponibilidades de oro y dinero de la América Latina, para aquellos días, y de
que la Argentina con 16 millones de habitantes, tenía tantos medios de pago
como los 72,5 millones de habitantes de Brasil, Cuba y México reunidos”.
“Pero se demostró una vez más, que la
demagogia populachera y la violencia pueden servir para alcanzar el poder pero
no para realizar una administración coherente y seria, creadora de riqueza
estable y de cultura esclarecida. Con fines demagógicos el peronismo en el
poder se embarcó en una gestión administrativa dispendiosa y desarticulada.
Nacionalizó ferrocarriles y otras empresas extranjeras, pagándolas a precio de
oro, compró armas en cantidades fabulosas, donde las hubiera y a cualquier
precio, distorsionó la economía tradicional del país, mediante un plan
coercitivo de industrialización a plazo fijo. Y todo ello unido al
florecimiento de una exuberante inmoralidad administrativa, Jorge Antonio, Dodero, el
cuñadísimo Juan Duarte, la propia Doña Evita, se enriquecieron a ojos vista. La
vasta clientela del régimen, incluidos los jerarcas, alardeo de una abundancia
en dinero tan súbita como grosera”.
También es un lugar común de los ególatras populistas, hacer una
pirotecnia verbal antiimperialista: “Frente
a los Estados Unidos lanzó una campaña virulenta, encontraba ecos en pueblos
resentidos por la torpe y sórdida política estadounidense de postguerra. En el
conflicto oriente-occidente, se situó en la llamada tercera posición, suerte de
limbo en la pugna de ideologías contrapuestas. Sus diplomáticos intrigaron en
todas partes, iban provistos de dinero las escarcelas, susurrando, alentando y
financiando planes contra todo régimen que no comulgara con las ruedas de
molino de ese latino americanismo de pega y bajo la hegemonía de Perón, que se
exaltaba desde Buenos Aires. Sin embargo para desgracia de los
pueblos, estas verdaderas plagas históricas que constituyen los hombres
providenciales, son a veces tan afortunados, que quienes los suceden en el gobierno
logran hacerlo tan mal, que aparece una añoranza suicida y amnésica entre
densos sectores populares”.
Así lo recuerda Betancourt: “Los gobernantes argentinos que le sucedieron
después de su desplome, lograron lo que parecía imposible: mantener vivo en la
mente y el corazón de las clases trabajadoras el mito peronista”.
Ese mito peronista llegó a extremos tan lamentables como aquel estribillo
vergonzante: “Ladrón o no ladrón, queremos a Perón”. Es decir, a la total complicidad
a cambio de un espejismo de prosperidad intangible. A su salida del poder
estimuló guerrillas urbanas y rurales. Sus jóvenes adeptos comenzaron a verlo
como una especie de Mao del cono sur. Este fenómeno de coqueteos izquierdistas
en los albores de la andropausia, no es raro. Igual fenómeno ha ocurrido con
muchos políticos latinoamericanos que van a buscar a La Habana, de rodillas
ante el déspota de Cuba, los certificados de buena conducta democrática.
Betancourt no se engañaba, en un discurso en el Colegio de Ingenieros de
Venezuela, el 22 de febrero de 1978, afirmaba: “He vivido lo suficiente para
haber aprendido que los aclamasionismos a hombres públicos tienen deleznables
cimientos y que las rachas nada benévolas de la historia terminan siempre por
desmantelarlos. Me he preocupado de acercarme al hombre que diseñó Rudhard
Kipling, en su poema “If” un sí no afirmativo sino condicionado”,
“La
estrofa exalta al hombre capaz de haber visto pasar junto a él, entre sus
manos, con la misma indiferencia fundamental, la persecución y la derrota: la
victoria y el poder”.
En la condena lapidaria al hombre providencial, le acompañó lo más
granado de la dirección nacional de su partido. Andrés Eloy Blanco, el 14 de septiembre de 1945, había escrito: “Ataqué con todas mis
fuerzas al hombre providencial, a ese hombre que todo lo sabe y todo lo
remedia… Si se quiere hacer de Venezuela lo
que debe ser, a ese hombre providencial y necesario hay que fusilarlo”.
Mas no siempre, el hombre providencial, toma las aberrantes formas de un
Mussolini, de un Hitler, de un Stalin o de un Perón. Individuos defendibles en más
de un aspecto de su vida, incurren en errores similares. Cuando
los Estados Unidos eligieron al General Eisenhower como Presidente, esta
decisión colectiva fue recibida con sarcástico escepticismo por la opinión
internacional. El General Douglas Mc Arthur llegó a calificarlo de “apoteosis
de la mediocridad”. El General Charles De Gaulle, normalmente mas diplomático,
llegó a afirmar: “El no está hecho para las necesidades políticas cotidianas y
mucho menos para las de un gran país”. El
triste papel, que cumplió el general de cinco estrellas, fue el ser manejado
como una marioneta por su Secretario de Estado Foster Dulles, y sin embargo
estaba convencido que estaba cumpliendo un gran papel. Sherman Allans, que se
había retirado de la Casa Blanca en 1958, por un escándalo financiero, pero que
siguió cultivando la amistad de Eisenhower, lo visitó el julio de 1960. El
general le dijo que no se sentía en absoluto fatigado del poder y que se
encontraba en tan buena forma, que la idea de verse pronto reemplazado a la cabeza
de la nación lo contrariaba enormemente, inclusive dejó entrever, a su ex
asistente, que si la Constitución recientemente cambiada por iniciativa
de Harry Truman no hubiese sido ya sancionada, se hubiese presentado para un
tercer mandato.
Su vice-Presidente Richard Nixon,
hombre de trayectoria política más que deleznable, al extremo de ser apodado
“Ricky el vivo”, candidato en su lugar, fue derrotado por John F. Kennedy, y
muchos años después logró, al fin, acceder al solio presidencial. Como si no bastasen
sus antecedentes políticos, su estado psíquico era deplorable. En mayo de 1970,
cuando desencadenó la incursión militar en Camboya, él hizo, personalmente, esa
misma noche 50 llamadas telefónicas a interlocutores diversos, y los temas de
conversación eran absolutamente absurdos, hablaba de su mamá, de una santa, de
Pat, su mujer, de la Guerra de Secesión y de su juventud. Su entorno no podía
saberlo, pero él estaba destruido por la inseguridad. También discutía con sus
colaboradores, durante horas, sobre la
distribución de los muebles de su oficina, del color de las persianas, así como
del uniforme de la guardia. En su paranoia desenfrenada, llegó a exigir que se
redactaran telegramas, para comprometer al presidente Kennedy, tantos años después
de su muerte, en el asesinato del presidente Diem, de Viet Nam del Sur.
El gran líder conservador inglés y Premio Nobel de Literatura, Sir Winston
Churchill, también fue víctima de ese síndrome de no saber retirarse a tiempo,
como se diría en lenguaje taurino “de no saber cortarse la coleta a
tiempo”. Cuando el rey Jorge VI fijó las
nuevas elecciones para el 25 de octubre
de 1951, los conservadores presentaron su candidatura. El 27 el gran tory,
agotado, amenazado en su integridad intelectual y en su vida, asumió por
segunda vez la responsabilidad de Primer Ministro.
En un acto de sinceridad con su médico, Lord Morán, comentando una
reciente entrevista con Eisenhower le decía: “Yo me sentí humillado por mi propia
decadencia, Ud., Lord Morán, ha hecho todo lo que ha podido para retardar la
evolución de las cosas”. Los médicos notaron con sorpresa
que Churchill había, repentinamente, tomado conciencia de su debilidad y de sus
limitaciones. Cuando se encontró lejos de los suyos y ante un interlocutor que
no tenía por qué adularle.
La misma lamentable evolución ocurrió con el gran Canciller alemán Konrad
Adenauer, con tanta frecuencia señalado como ejemplo de los hombres que acceden
en edad avanzada al poder. Los últimos años de su administración se vieron
ensombrecidos por numerosos errores, que la Historia le ha perdonado, ya que
tenía en su haber grandes realizaciones para con su pueblo. Su estado era tan
lamentable que el General de Gaulle lo señalaba en 1962, cuando visitó París el
Canciller: “¿Ud. ha visto Chaban?, dijo el General a su Presidente de la
Asamblea Nacional, ¿Ud. me imagina terminando así?”. Efectivamente, el General,
cuya política y estilo le criticamos en muchas oportunidades, supo evitar el
verse en una circunstancia semejante. Preparó cuidadosamente su retirada y,
fingiendo indignación por una derrota en un referéndum sin mayor importancia,
impuso a su sucesor Georges Pompidou, garantizando para la derecha francesa el
timón del Estado. Raro caso el de Gaulle, un hombre que siendo indudablemente
ególatra, sin embargo supo cuando detener su carrera y regresar a su refugio
campestre de Colombey Les Deux Eglises.
Las dos posibilidades antes analizadas, la del psicópata egocéntrico, que
lleva a su país a la destrucción y a la ruina, llámese Hitler, Mussolini,
Perón, o cualquier otro individuo de similares características, o la del hombre
meritorio, que se sobrevive a sí mismo, en el ejercicio del mando, deben ser
impedidas, a toda costa, por los pueblos que realmente deseen mantener su identidad
y superarse, y especialmente por las organizaciones políticas a las que
pertenezcan, que terminan siendo las principales víctimas y mayores
perjudicados en el caso de cualquiera de estas dos deformaciones de la
personalidad de un gobernante.
Betancourt entendió y afirmó reiteradamente que el partido estaba por
encima de los hombres, empezando por él mismo, lo practicó con el ejemplo y no
se detuvo ante nada para defender su integridad, su ética y su historia. El
Senador Octavio Lepage, en su excelente
discurso, pronunciado el pasado 24 de febrero (1987) en el Concejo Municipal de Caracas, lo
señalaba: “Esta especie de custodia ejercida
por Rómulo Betancourt, en defensa de la integridad y vigencia de su partido, la
sostuvo con su conducta, con su ejemplo, y no en base de sermones retóricos”.
Se suele hablar de la intransigencia
de Rómulo Betancourt, y no faltan quienes lo cotejen de implacable. “No
puede negarse que para defender su partido, para resguardar su imagen, para
garantizar su vigencia, no vacilaba en utilizar cualquier recurso, por duro que
éste pudiera ser. Las divisiones sufridas por AD se explican en buena medida
por esta razón. El tiempo ha venido demostrando que cuando está en juego la
vida del partido, la dureza de su defensa tiene plena justificación”.
Muchos años antes lo había señalado el Dr.
Gonzalo Barrios, dentro de igual escala de valores: “Como todos los prejuicios, el que
concierne al divisionismo se presta a la explotación indebida. En el seno de
organismos colectivos hay quienes hacen de las suyas con el mayor desenfado,
seguros de apabullar a los que protestan con la tilde de divisionistas. En el empleo de esta táctica no
les faltan precedentes conspicuos y memorables. Cuando alcanzaba el punto más
alto de su fulgurante carrera de crímenes, Adolfo Hitler habló de la unidad de
Europa como el objetivo fundamental de sus empresas bélicas y políticas”.
Y en otro artículo titulado “La herencia de Acción Democrática” señalaba,
solidarizándose con firme actitud con la realidad fraccionalista: “Durante toda la etapa previa e
interna de la crisis de AD, Rómulo Betancourt asumió y sostuvo la actitud de un
sincero componedor. Nadie demostró más viva preocupación por la suerte del
partido. Fórmulas emanadas de las llamadas comisiones mediadoras recibieron su
obstinado apoyo, no obstante que, a juicio nuestro, algunos de los
puntos en ellas comprendidos establecían una peligrosa transigencia de
principio”.
Ninguno de ellos, ayer u hoy, está haciendo una
apología del divisionismo o del fraccionalismo. Que resulta impensable a
la luz de nuestros tiempos, simplemente afirman, con claridad inobjetable, que cuando la
identidad de un movimiento está en juego, que cuando lo que se discute no es un
hombre o un nombre, sino una orientación ideológica y la lealtad por una
doctrina y una praxis, sometida a principios éticos. Es preferible la
amputación quirúrgica a la propagación fatal de una gangrena.
Quiero terminar esta parte, recordando las palabras pronunciadas por el
Presidente, Lusinchi, en la Conmemoración del XXX Aniversario de la Asociación
Venezolana de Ejecutivos, que reiteran una clara y consecuente visión frente al
problema del providencialismo, el mesianismo, la egolatría, en función de
gobierno o de liderazgo, acoto el jefe
del Estado: “Lo
imprescindible que resulta lograr un cambio en la mentalidad del venezolano,
que conduzca a desechar la actitud paternalista de distribuir al voleo una
riqueza que es graciosa donación natural, no creada por el trabajo y a entender
como necesaria la labor constante y creadora, que nos conduzca a gerenciar en
la mejor medida los problemas, tanto macro-sociales como a nivel empresarial o
individual. Ello tiene que ser tarea de todos”.
“Bien sabemos que buena parte de los problemas que actualmente sufre el
país, tuvo su origen en la inadecuada administración de los cuantiosos ingresos
con que contó Venezuela coyunturalmente. Salir airosos del actual momentó,
cuando contamos con menos recursos cuantitativamente hablando —pero teniendo
una potencialidad real de lograr lo necesario—, es una buena medida, una
exigente tarea de gerencia que debe asumir la dirigencia nacional”.
Ahora bien, lo que es dable esperar para Venezuela, no
será gratuito. No habrá quiméricos prodigios ni tampoco vendrá la solución por
parte de ejercicios caudillescos. No es la
hora de los falsos Mesías, con más ambición que mensaje, sino la del sistematizado
esfuerzo colectivo. Lo relevante es que Venezuela cambió. Ya no es aquella de
las mesnadas en busca del botín tras un caudillejo de utilería. Ahora hemos
comenzado a pensar en otra dimensión. Y menos mal que así es. El país está
exigiendo a quienes ejercen condiciones de dirigente o que la pretenden
ejercer, que se preparen mejor para merecerlo y que seamos menos parcelares en
nuestras conductas públicas.
Las palabras de Lusinchi, que trajimos a colación,
resultaron proféticas, aunque en sentido inverso, los venezolanos eligieron
–por holgada mayoría- a Carlos Andrés Pérez quien, muy posiblemente, fue el
mejor producto electoral que Venezuela haya visto, un candidato “ideal” desde
el punto de vista, estrictamente, de la captación de votos.
Tenía 10 años
de haber abandonado una presidencia en la cual dispuso de generosos recursos y
generó una sensación de progreso y abundancia. Para su personal desgracia,
venía dispuesto a realizar una serie de ajustes necesarios, en los cuales no
cabían los espejismos de la “gran Venezuela” de su anterior gobierno. Sus
electores no le perdonaron el no haberlos devuelto a los vapores sauditas de su
primera administración, lo que no podía, ni debía hacer. Nombró un brillante
elenco de tecnócratas e impuso o trató de imponer un “paquete económico” muy
exitoso, que arrojó resultados macroeconómicos excelentes, pero que él no se
tomó el trabajo de “vender” y era el único en esa circunstancia que tenía el
carisma y el arrastre para hacerlo, lo dio por hecho… Allí comenzó la tragedia.
Sin embargo, aún con todos los recursos, que ningún
presidente anterior se hubiese atrevido ni siquiera a soñar, la insólita cifra
de casi cuadruplicar, TODOS LOS INGRESOS EN DOLARES, SUMADOS, de todos los
gobiernos del siglo XX, desde Cipriano Castro hasta Caldera II, la “revolución
bonita” de Chávez y de Maduro, que no ha tenido ni siquiera una oposición digna
de ese nombre, no tiene obra que presentar.
Liderazgo
Internacional de Rómulo Betancourt
Venezuela, por su enorme gravitación histórica en Latinoamérica, por su
mayor riqueza relativa y por su tradición ininterrumpida en cuanto a su
pacifismo latinoamericano, somos quizás el único país del sub-continente que no
ha sostenido guerras fronterizas, y solamente hemos traspasado los linderos de
la Patria para llevar la libertad y la independencia.
Todas estas razones, hacen que cualquier individuo que llega a la
Presidencia de la República, a menos que sea un perfecto infeliz, adquiera, junto con la
investidura, un cierto liderazgo continental. Lo difícil, no es ser una figura
importante en el exterior, siendo Presidente o ex Presidente de la República,
con holgado balance o facilidades logísticas de desplazamiento. Lo difícil, lo
que constituye casi una hazaña, es convertirse en líder continental, siendo un
exiliado trashumante, pobre y perseguido implacablemente por la Cancillería y
las embajadas venezolanas.
Rómulo Betancourt consolidó su liderazgo en América, desde su primera juventud,
dictando conferencias a lo largo y a lo ancho de nuestro continente: en Buenos
Aires o en La Paz, en Santiago de Chile o en Rio de Janeiro, o en México o
Nueva York, haciendo contacto con lo mejor del pensamiento al norte y al sur
del Río Grande. Sería interminable enumerar testimonios que evidencian su
importancia.
Me voy a limitar a citar tres de ellos: El eminente historiador político
norteamericano, Arthur
Schlesinger, Profesor de la Universidad de Harvard, se expresa en estos
términos de Rómulo Betancourt: “Y él no sólo defendió e hizo
avanzar la idea de la democracia: en grado notable la personifica. Su coraje,
su realismo, su compasión, su desdén hacia la ostentación, su falta de vanidad,
su punzante humor, su callada fe en el pueblo se juntan a un profundo sentido
de su misión, a un vivo instinto del poder y a una inalterable consagración a
la
libertad”.
El segundo testimonio que invoco, es el de
un dirigente demócrata cristiano chileno, ex candidato presidencial de su
partido, naturalmente adversario ideológico de Betancourt, me refiero a
Radomiro Tomic: “. . .Hace ya varias
décadas que la juventud de la América Latina ve en Rómulo Betancourt no sólo un
luchador sino un conductor, un guía, lo que en el mejor sentido de la palabra
puede expresarse de él diciendo que es un jefe”.
Y por último, quiero recordar las palabras de uno de los más importantes asesores
del Presidente Franklin Delano Roosevelt, me refiero al Senador Adolf Berle,
quien además fue jefe del grupo especial del Presidente Kennedy sobre política
en la América Latina. Se expresa Berle en estos términos: “… en el exilio sin ser derrotado;
en el poder sin ser corrompido; en la fuerza que le daba su propia convicción;
en el peligro ante los ataques de la derecha y de la izquierda, Rómulo
Betancourt ha conservado la fe…”
Betancourt
y Acción Democrática hoy.
Todos los factores antes señalados, explican, el por qué podemos en
nuestros días seguir hablando de Betancourt y de Acción Democrática como de dos
realidades presentes y debería añadir, mas presente y vigente la personalidad y
el pensamiento de Rómulo Betancourt que la hoy disminuida organización, ya casi
desdibujada que lleva el mismo nombre de la que él creara.
La ideología, la filosofía y los
programas mismos del partido están impregnados de su pensamiento. El periplo de
su vida constituyó una cátedra formativa para los más importantes dirigentes de
nuestro movimiento. Heredamos de él no sólo un gran partido de masas,
organizado en todo el territorio de la República, sino una enorme, obligante y
trascendental herencia moral. La demostración de que se puede administrar y
hacer progresar a la República sin apartarse de las más estrictas normas de la
ética personal. La consecuencia con las ideas y con los hombres que en momentos
difíciles de la historia nacional, tendieron su mano amiga hacia la Venezuela
de la diáspora, de la persecución y de las cárceles de la dictadura.
Betancourt está presente, su guía, la luz de su visión de estadista, de
jefe, de caudillo democrático, están a la vanguardia del pensamiento y de la
acción de las mujeres y de los hombres de AD, y de buena parte del pueblo
venezolano, de civil o de uniforme, que no militan en partidos políticos. El
partido, o la franquicia que formalmente lleva su nombre, tristemente, actúa con autoridades
auto electas, con procesos írritos, de espaldas a las enseñanzas reales de los
grandes fundadores, en el caso de Rómulo han creado y alimentan una liturgia
complicada, que se pierde en las formas y traiciona el fondo. Pretenden, por
ignorancia o por cómplice comodidad, subirlo a los altares y adorarlo, todo
menos seguir su ejemplo de lucha, de indoblegable compromiso y de tenacidad, si
alguien despreciaba esos juegos florales, de fiesta de fin de curso, de colegio
provinciano de señoritas, era él. Fue un hombre concreto y definido, en todos
los aspectos de su vida, la “parafernalia” para tomar una expresión suya, le
era indiferente, la cumplía si era necesario, pero la tomaba como un carácter
accesorio y una carga que imponía el poder.
Espero, con estas notas, haberles dejado una visión, un testimonio, una
vivencia, de ese gran hombre que llenó con su vida y llena con su pensamiento el
alma de Venezuela.
Itaca 28 de septiembre del 2015.
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