Recuerdo con nitidez al muy querido y respetado “viejo Leoni”, lo conocí siendo yo un adolescente que venía de un exilio europeo, Raúl y Menca, lo habían sufrido en Centro y Norte América y en aquella Cuba que tan hospitalaria fue con la diáspora venezolana de 1948. Pero los afectos y las raíces venían de lejos en el tiempo y en la distancia, el padre de Doña Carmen América, fue el General Juan Fernández Amparan jefe y caudillo del mas rancio gomecismo guayanés, mi abuelo el Dr.Domingo Antonio Coronil Gray, sirvió brevemente como Gobernador del Territorio Yuruari, y por tres períodos representó a su estado natal en el Congreso Nacional, uno como Diputado y dos como Senador –durante los cuales presidió en varias oportunidades el Poder Legislativo-, haciendo dupleta con Don Manuel Diaz Rodríguez, uno de nuestros más respetados escritores. No fueron el General Fernández y el Dr. Coronil simples “compañeros de causa”, los unió una firme y hermosa amistad, que las generaciones subsiguientes no hemos hecho sino reafirmar y cultivar.
En el otro extremo del espectro político, el joven estudiante de medicina Alfredo Antonio Coronil Ravelo y su futura esposa Renée Hartmann Viso, todavía con los textos universitarios bajo el brazo, ingresaron en un partido político clandestino, el Partido Democrático Nacional, ya para ese momento separado del Partido Comunista, y recordado, con un halo de romanticismo heroico, en la historia política venezolana simplemente por sus siglas: el PDN. Esa legendaria agrupación contaba entre sus líderes fundadores a Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba –su primer Secretario General- y al Dr. Raúl Leoni.
Raúl Leoni venía de ser el presidente de la FEV -Federación de Estudiantes de Venezuela- en aquel 1928, que vio nacer una generación de hombres públicos y de políticos, que escribirían las mejores páginas de nuestra historia en el siglo XX. Al regreso el exilio ( durante el cual Raúl y Menca contrajeron matrimonio) mi papá y Raúl afianzaron y construyeron una firme amistad, me era muy frecuente encontrar a los Leoni, en la quinta Las Chinas, residencia de mi padre en el urbanización Altamira y muchas veces lo acompañé a visitarlos en “Puedpa” al sentimiento amistoso se aunó el que devino de su actuación como médico personal de Leoni, en lo que atañía a la traumatología, su especialidad profesional. Al margen de ese trato familiar y afectivo, yo me iniciaba en la actividad política, como dirigente juvenil de AD en el estado Miranda, aquellos años 1959-1964 fueron peligrosos y traumáticos, el “viejo” Leoni después de sus entradas, aparentemente hurañas, a las reuniones partidistas ( emitía un sonido sordo, grave, que nos llevo a bautizarlo irreverentemente como “el cigarron”) fue siempre el fiel de la balanza, la presencia de la sindéresis y la cordura, que conducía –sin parecerlo- las aguas a su cauce natural.
Hizo una gran presidencia, sin complejos ridículos, continuó aquellas obras de utilidad pública importante y mantuvo y exalto lo mejor del gran equipo humano que había ensamblado Betancourt: Rafael Alfonzo Ravard, Hector Hurtado, Juan Pablo Pérez Alfonzo y su coterráneo Leopoldo Sucre Figarella, bastan como insignes ejemplos. También mantuvo esa modalidad de nuestra política internacional conocida como “Doctrina Betancourt”. Pero ni Raúl fue nunca un “invento” de Rómulo, ni este interfirió para nada en su período de gobierno, durante el cual dramatizó su no ingerencia yéndose a vivir a Nápoles y después a Suiza. Los dos hombres se quisieron como hermanos desde su primera juventud y juntos escribieron las mejores páginas de la socialdemocracia venezolana.
Rómulo, profundamente afectado, me pidió lo acompañara al entierro de Raúl, fue una experiencia dolorosamente inolvidable. No habló mucho, yo diría muy poco, me dijo del dolor de Menca, de ellos como pareja, y concluyó: fue un gran e intachable venezolano.
Estas cuatro décadas de su desaparición física, ocurren trágicamente cuando vemos a nuestro país en un proceso de descomposición general. Después de largos años de deplorable olvido, cada vez más gentes vuelven la mirada hacia los hombres y mujeres que construyeron la Venezuela que conocimos, aquel país abierto, cálido, sin grotescos complejos fabricados y contra natura como el racismo y el “clasismo” en un país legítimamente orgulloso de su mestizaje y que disfrutó –por ponerle una fecha, desde que terminó la Guerra Federal, en realidad mucho antes- de una sociedad fluida y abierta, de una sociedad permeable sin estructuras fosilizadas, como tristemente ocurre en buena parte del continente americano.
Quiero con humildad y profundo sentimiento, unir mi voz a aquellas que, en silencio y discretamente –como a él le hubiese gustado- le rinden el más merecido de los homenajes.
Gracias Doctor Leoni, por sus luchas, por su vida, sus obras y sobre todo por el ejemplo de un transito humano que las nuevas generaciones deben asumir como un paradigma.
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