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22 de abril de 2015

"YO, EL EMIGRANTE" por Antonio Sánchez García, El Nacional 22 de abril de 2015




YO, EL EMIGRANTE


Cualquier malsana interpretación me parece mezquina. Y para demostrarlo, he narrado mi historia, la del emigrante que no temió en irse. Y que empujado por el destino tuvo que cortar con inmenso dolor las raíces con lo más profundo de su identidad. Para terminar con una sola certidumbre: no me iré de Venezuela. Es mi última frontera.
por: Antonio Sánchez García
 @sangarccs

A Lorenzo Mendoza
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            Soy un emigrante. No por propia voluntad, lo confieso, pero inmensamente agradecido de este destino de destierros y exilios que Dios me impuso, tal vez para honrar a algunos de mis antepasados judíos, pueblo de destierros y emigraciones, producto maravilloso de esta cultura de desterrados que es la nuestra. ¿O nos olvidaremos que en el crisol de las invasiones de los bárbaros que cayeran al derrumbe del Imperio Romano sobre las civilizaciones asentadas en la cuenca del Mediterráneo se formaron todos los pueblos que dieran origen a nuestra cultura grecolatina y judeo cristiana?

            Soy un emigrante, como todos nosotros, esa “raza cósmica” de venas abiertas echadas al mundo por la mancebía de la Malintzin y Hernán Cortés, como acabo de recordarlo en Las venas abiertas de América Latina. ¿Qué seríamos si Dios hubiera decidido que siguiéramos las sendas que llevaban los imperios aztecas e incaicos? ¿Súbditos del último emperador mexicano o del Rey Dios peruano? ¿Miembros de las élites esclavistas y caníbales de Moctezuma o de los guerreros de la Pachamama?

            No me veo de sumo sacerdote arrancándole el corazón a un tlascalteca o imponiendo tributos sobre los alacalufes patagones. Mucho menos corriendo cientos de kilómetros por el desierto de Atacama para llevar un mensaje del jefe de los ejércitos incaicos de tambo a tambo.

            Y no se crea que en mis ascendientes no están los mapuches. Mi madre provenía del fondo oscuro y desconocido del Chile de la pobresía. Mi padre era un pudiente de orígenes europeos venido a menos. Su madre, mi abuela, una sefardita vascofrancesa avecindada en La Serena, al norte de Santiago.

            Y una de las sacrosantas verdades aprendidas en ésta mi patria adoptiva, a la que venero, es que detrás de todo venezolano hay un café con leche. De modo que no es ningún sacrilegio suponer que detrás del mantuano entre los mantuanos, el vasco entre los vascos, el aristócrata entre los aristócratas, el multimillonario entre los multimillonarios, Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios, no haya un negro o una negra por acción u omisión, por genética biológica, nutricia o cultural. Por lo menos sobrevivió a la orfandad y creció entre los hombre gracias a leche prestada o alquilada. Todo lo demás es cuento.

            De allí la monstruosa, la gigantesca, la criminal falacia racista en cuyas hogueras ardieran seis millones de judíos, según la cual existen las razas puras. Una patraña repugnante y absolutamente insostenible desde que supiéramos que procedemos del primer homínido de cuyos restos tengamos certidumbre: una pequeñaja bautizada como Lucy que vivió hace entre dos y dos millones y medio de años en el sur del continente africano. Todos los brincos posteriores hasta dar con el homo sapiens hablan de emigraciones, entrecruzamientos y la desesperada búsqueda de lo que hoy hemos llegado a ser: unos emigrantes. Unos metecos.

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            Pero habemos algunos que somos más emigrantes que otros. Salí de Chile a los 23 años a realizar mis estudios de posgrado en Alemania occidental, becado por una institución alemana. Que la pobreza chilena no hacía posible el insólito privilegio de cupos y grandes mariscales. Y, por favor, ante la extraña susceptibilidad que ha cundido entre nosotros, que nadie se ofenda. Dice un refrán muy chileno y muy popular: “al que quiera celeste, que le cueste”.  A los chilenos, el celeste nos viene costando desde los tiempos fundacionales un mundo entero: hemos sido pobres de solemnidad. A Dios gracias.

            Volví a Chile desde Berlín Occidental en cuanto fue electo Don Salvador Allende. Pues por entonces me parecía que arrimarle el hombro a la revolución era infinitamente más importante que obtener un summa cum laude. Y antes de cumplir tres años en Chile volví a salir, esta vez para siempre. Tampoco fue por propia voluntad. De haberme quedado, desprovisto de todas las condiciones para sobrevivir en la clandestinidad, corría el riesgo de ser aprehendido y asesinado. Como le sucediera prácticamente a todos mis compañeros de partido. Y consideraba, como lo sigo considerando, y hoy con muchísimas más razones, como Brecht, que pobre de aquel país que necesita héroes.

            De esto hace poco más de 41 años. Prácticamente mi vida adulta. Para, al cabo del tiempo, venir a dar a un país maravilloso, hecho en su modernidad por emigrantes. Me enamoré y me casé con una emigrante, hija y hermana de emigrantes, tía y abuela de emigrantes. Toda mi familia venezolana, sin excepción ninguna, es una familia de desterrados, de desarraigados, de emigrantes. Se cuelan por allí y por acá algunos andinos de prosapia, que mezclados con estos emigrantes, han terminado por emigrar. Gran parte de mi sobrinazgo ha regresado a España, de donde provienen sus padres y abuelos por vía paterna. Y de lo que queda, el deseo de aprovechar la única vida que les será dada sin arrodillarse ante la barbarie dominante me hace suponer que, de no haber un cambio drástico, profundo, radical y esperanzador de un futuro verdadero en nuestro país, terminarán saliendo al exilio.

            Nada como para espantarse. Si los pueblos no tuvieran, como los seres humanos, la capacidad de regenerarse, de asirse a su genética para renovar y fortalecer su sangre, la humanidad se hubiera extinguido hace cientos de miles de años. Dios nos hizo tozudos, tesoneros, ambiciosos, tenaces, testarudos, existencial y ontológicamente insatisfechos y ávidos de vida, como lo demuestra la historia. Esa es una de las razones porque amo a Israel. Hace un suspiro les asesinaron a los judíos casi a toda su población. Los humillaron, los ultrajaron, los asesinaron en masa, a mansalva, en despoblado y con alevosía. Allí siguen, luchando por el derecho a su existencia. Venezuela será nuevamente la misma. Incluso infinitamente mejor: mucho menos ingenua, irresponsable y hedonista. El castigo por su liviandad espiritual y moral aún no alcanza las cotas del sufrimiento de otros pueblos, pero ya sabe a qué sabe el dolor cuando llega al hueso.

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Conozco a Lorenzo Mendoza. Un muchacho excepcional, de la mejor crianza de venezolanos ejemplares. En sus genes priman grandes luchadores sociales, como José Rafael Pocaterra, el autor de las Memorias de un venezolano de la decadencia. Y amigos entrañables de Rómulo Betancourt que se enfrentaron con coraje e hidalguía a la dictadura de Pérez Jiménez, como Julio Pocaterra. Tío de su madre, otra venezolana excepcional, de esa estirpe de las grandes guerreras y luchadoras, tan propias de nuestra Patria, Tita Giménez Pocaterra. Por cierto, gran amiga de otra emigrante excepcional, nuestra amada amiga Sofía Imber. Hermana de uno de mis mejores amigos, de cuya cercanía me precio, Álvaro Giménez Pocaterra.

No nos hemos reunido con Lorenzo más de tres o cuatro veces. La primera de ellas, en su despacho, me  causó una honda impresión. Educado en un país de flagrantes diferencias y prejuicios sociales, con gerentes barnizados en Chicago y Wall Street, me sorprendió ver aparecer a un muchachito en jeans, desmelenado, absolutamente contrario al prejuicio que llevaba. Le dije: “¡coño Lorenzo, tú eres como Clark Kent!”. Se abrió la camisa para demostrarme que no llevaba ningún traje oculto con la S de Superman. Y soltamos la carcajada.

No hablamos de Polar. Hablamos de José Ortega y Gasset, mi maestro, al que admira con hondo conocimiento. Hablamos de literatura y filosofía, mis pasiones. Sus pasiones. Y pude ver que era el clásico producto de los salesianos, con los cuales se educara en esa vocación de austeridad casi protestante de los Mendoza Giménez: humilde, alejado de toda superficialidad aristocratizante, empeñoso y trabajador.

Sin pretender convencerme de nada me contó su historia en la Polar, en donde, como todos los suyos, comenzó cargando cajas de refrescos. Y en todos cuyos departamentos se desempeñó, obrero entre los obreros, empleado entre los empleados. Pude comprobar, cuando me acompañaba al estacionamiento, la admiración, la simpatía e incluso el amor que le profesan sus trabajadores, con los que se trata como compañeros. Pude comprobar el amor que siente por la empresa que gerencia, a la que siente como parte del patrimonio colectivo de los venezolanos, no una fuente de enriquecimiento personal. Y cuya sobrevivencia es para él, como para su madre, su familia y todos sus empleados, una condición sine qua non de la democracia venezolana.

Fue llevado por esa profunda raigambre que siente por el sitial de la venezolanidad en el que quiso ponerlo el destino, que reunido con su gente les aconsejó seguir acompañándolo en su cruzada por la sobrevivencia de la Venezuela de sus valientes antepasados. Y les aconsejara que no se fueran, que no lo dejaran solo.

Cualquier malsana interpretación me parece mezquina. Y para demostrarlo, he narrado mi historia, la del emigrante que no temió en irse. Y que empujado por el destino tuvo que cortar con inmenso dolor las raíces con lo más profundo de su identidad. Para terminar con una sola certidumbre: no me iré de Venezuela. Es mi última frontera.


21 de abril de 2015

"FIDEL CASTRO TAMBIÉN SONRÍE", por Anibal Romero, El Nacional 22 de abril de 2015



FIDEL CASTRO TAMBIÉN SONRÍE

por: Aníbal Romero
(El Nacional, 22 de abril 2015)

Es su más reciente edición, la revista TIME elaboró una lista de las “cien personas más influyentes del mundo”. Esta curiosa compilación, que divide a los allí mencionados según diversos criterios, incluye desde Kim Kardashian hasta el Papa Francisco, pasando por Barack Obama y el tirano coreano Kim Jong Un, entre otros. Lo que más sorprende de semejante lista de nombres es la presencia de Raúl Castro, entre los personajes que según TIME merecen ser distinguidos dentro de la categoría de “líderes” del mundo actual.
¿Por qué, cabe preguntarse? Raúl Castro se encuentra al frente del aparato despótico más longevo de América y encabeza los restos de una revolución que, siendo caritativos, constituye el fracaso más patente en la historia moderna de la región. La Cuba que Raúl y Fidel Castro contemplan en las etapas finales de sus vidas es una sociedad postrada, resultado del sacrificio estéril de varias generaciones, persiguiendo quimeras sin destino y aventuras sin rumbo. Cuba no es ejemplo de nada para nadie, excepto desde luego cierta izquierda que preserva en sus corazones un recóndito espacio para los sueños inútiles y los resentimientos que genera la ruina ideológica.
Entonces, ¿por qué la revista TIME suma el nombre de Raúl Castro a su lista? ¿En qué sentido es influyente este personaje tan astuto como sarcástico? ¿Qué nos dice su inclusión acerca de los rasgos psicológicos e ideológicos dominantes en lo que Vargas Llosa ha denominado “la cultura del espectáculo”, tan extendida en nuestros días?
La reciente Cumbre de las Américas en Panamá proporciona una ilustración elocuente de la confusión entre lo sustantivo y lo simbólico, que aqueja a buena parte de los análisis de la actual situación internacional. Desde el punto de vista sustantivo, Washington logró dos objetivos concretos que perseguía: En primer término, contribuir a estabilizar el régimen cubano ante los peligros que emanan del desastre venezolano. En segundo lugar, darles la oportunidad, tanto a los Castro
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como a sus súbditos en Venezuela, para que busquen una vía de entendimiento con la oposición “oficial” y sectores económicos privados, de modo de evitar en lo posible una crisis terminal prematura (según la óptica del Departamento de Estado), encaminando la cada día más avasallante anarquía interna dentro de los cauces “constitucionales” que tanto agradan a los estadounidenses, aunque todos sepamos que la Constitución chavista no vale siquiera el papel en que está impresa.
Obama no fue a Panamá a hacer gestos corteses ni obras de beneficencia, sino a resguardar al Estado de Florida frente a la probabilidad de una afluencia masiva de cubanos desesperados, escapando como sea de la isla ante un proceso de desestabilización agudo y acelerado, que podría tener lugar a raíz del impacto del creciente caos venezolano. Ello sin excluir, desde luego, los fuegos artificiales destinados a dar a la prensa globalizada, contaminada a fondo por la “corrección política”, elementos para exaltar a Obama como una mezcla de Metternich, Talleyrand y Bismarck, que “puso fin a la Guerra Fría en el Caribe”.
La Guerra Fría terminó con la demolición del Muro de Berlín y el fin de la Unión Soviética. Cuba sólo tuvo importancia estratégica mientras las superpotencias capitalista y comunista competían entre sí. Lo que se logró en Panamá fue decretar la impunidad de los Castro. Los cubanos no hicieron ni han hecho concesión alguna de importancia sustancial, y el Departamento de Estado ha enfatizado que Estados Unidos no busca un “cambio de régimen” en la isla. Eso es lo clave. Con relación a Venezuela, como dije, a Maduro y su gente se les abre la opción, respaldada por Washington y posiblemente, paso a paso, por La Habana, de negociar arreglos de estabilización política y cambios económicos que les permitan salir del foso en que se han metido, y avanzar con el apoyo de la oposición “oficial” hacia las salidas electorales, así sean una farsa tanto en Cuba como en Venezuela.
Raúl Castro fue acogido como un irreprochable y distinguido caballero en Panamá. Las fibras mentales de izquierda que persisten en Rousseff, Kirchner, Correa, Bachelet (o su representante), Maduro, Morales y el resto vibraron ante la presencia de un símbolo. ¿Un símbolo de qué? ¿Qué se dijo acerca de la permanencia de la cruel dictadura en la Cuba castrista? ¿En qué quedan las decenas de miles de muertos en África, en las montañas de Suramérica, o huyendo de la opresión en el Caribe, en los incontables delirios sangrientos de una revolución que ha significado
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primordialmente hambre, dolor, expoliaciones, exilios, odio y muerte? Raúl Castro es únicamente símbolo del fracaso de la izquierda latinoamericana, aunque esta última ni se percate de ello.
Numerosos y presuntos expertos han perdido de vista los aspectos sustantivos de la política, tal y como se tramitaron en Panamá, distrayéndose en su lugar con el imaginario de una revolución deleznable, a lo que se añade la sumisión intelectual ante la figura de Obama, cuyos presuntos logros son siempre sacados fuera de proporción por una prensa mentalmente doblegada, cuyo sentido crítico se vuelve gelatina al tratarse de un Presidente de color, y además de izquierda.
En cuanto a Raúl Castro, sólo cabe suponer su complacencia al verse rodeado de tantos ilusos e ingenuos, y también de cínicos y aprovechadores como él, no pocos de los cuales agitaron banderitas cubanas en su juventud y aún otorgan a los Castro galardones por su “heroísmo anti-imperialista”. De paso, Raúl Castro debió sentirse halagado, a pesar de todo, al observar los tragicómicos disparates de Maduro, un militante de izquierda radical formado y entrenado en La Habana, a quien seguramente contempla con la condescendencia de un padre hacia un hijo atolondrado pero siempre obediente.
Por su parte Fidel Castro, en la soledad de la almohada, seguramente reconoce que su revolución es un irremediable fracaso. ¿Pero qué importa? En el plano de los símbolos políticos el engaño y la fantasía siguen funcionando. Él y su hermano han controlado Cuba con mano de hierro por más de cinco décadas, y todavía reciben las respetuosas genuflexiones de incontables latinoamericanos, encantados con sus recuerdos sobre “¡Cuba sí, yanquis no!” Nadie les pide y aparentemente tampoco se les pedirán cuentas a los Castro por los crímenes cometidos. El olvido y la impunidad son ahora el nombre del juego. Washington anda en eso, también con respecto a Venezuela, con la ayuda de la oposición “oficial”. Olvido, impunidad, pactos bajo la mesa, negociaciones a escondidas, consensos sustentados en la desmemoria. No veo razón por la cual Fidel Castro no deba esbozar una sonrisa ante tal mascarada. Yo lo haría en su lugar.