Este discurso va a cumplir 30 años, el próximo 5 de julio, ya era ubicable en este blog como material de apoyo, en versión facsimilar, hoy lo releí, no por afán narcisista, sino porque estoy pasando a una carpeta de borradores algunos trabajos que pienso trabajar para integrarlos a uno o varios libros, actividad a la cual pienso dedicar mis próximos años. El que lo reproduzca hoy obedece a variadas y encontradas apreciaciones, la mas grave, mantiene lamentable vigencia. Cuando ese día 5 de julio de 1984, subí a la tribuna de oradores del Senado de la República, después deprolongadas discusiones conmigo mismo, iba resuelto a dejar un testimonio responsable, con perfecta conciencia de sus riesgos, y dispuesto a refugiarme en la academia y la literatura, al fin y al cabo mis pasiones primigenias. De la revisión de hoy me quedó claro que debía reeditarlo, la juventud venezolana de estos días y la ciudadanía en general vive momentos de desencuentro y confusión, el joven de cuarenta y un años que escribió estas páginas, las retoma y las avala a los 70 años cumplidos, en tiempos en los cuales no es viable refugiarse en ningún sitio o actividad, sino "arrimarle el hombro" al país que se deshace. A ello los invito
ALFREDO CORONIL HARTMANN
Itaca 9 de enero de 2014.
Discurso de Orden Pronunciado por
el Diputado, Dr. Alfredo Coronil
Hartmann
En la Sesiòn Soleme del Congreso Nacional, el 5 de julio
de 1984
En el 173 Aniversario de la
Declaración de la Independencia
5 de julio, fecha cimera en los
anales de la República, hito histórico que marca el nacimiento formal del
gentilicio y de la nacionalidad. Punto de partida de nuestro itinerario de
hombres libres.
Tales connotaciones, han hecho de
esta fecha ocasión propicia, para que el ciudadano designado como orador de
orden, muestre su mayor o menor erudición histórica, tratando de aportar
enfoques originales o simplemente novedosos, sobre los hechos que, a partir del
19 de abril de 1810, fueron gestando el clima que llevara, a los ilustres
miembros del Primer Congreso de la República, a la declaración solemne del 5 de
julio de 1811.
Igualmente, la entidad de la
audiencia de estos actos, constituye muchas veces tentación irresistible para
hacer demostraciones de elocuencia y dominio de la escena y de los recursos del
idioma.
No ocurrirá así en esta
oportunidad, nada me hará sucumbir a la cómoda alternativa de hacer un discurso
de corte académico, cuidadosamente cincelado, burilado, hasta eliminar la más mínima
incomodidad o el brillo amenazante de una arista. Tampoco serán las palabras
del militante político. Aspiro simplemente, a dar el testimonio, sincero y
descarnado de la generación a la cual pertenezco, una generación a la que
corresponde, de pleno derecho, asumir su responsabilidad histórica, en un
momento crucial e irreversible de nuestra trayectoria de pueblo, en el cual va
a decidirse — por muchos años— el destino colectivo.
Podríamos decir que, por una cruel
paradoja, a escasos días de concluir el año bicentenario de Bolívar —tan
bulliciosamente conmemorado— estamos celebrando los ciento setenta y tres años
de La Declaración de Independencia, en circunstancias de dependencia, que
hubiesen sido simplemente impensables algunos años atrás. En otras palabras, se
nos ha puesto retadoramente de manifiesto, el hecho de que la obra está inconclusa,
y de que la única manera digna de rendirle homenaje a los libertadores, es
recuperando y afianzando para el porvenir, la plenitud, la globalidad, la
universalidad de una soberanía que vaya más allá de los signos exteriores y
formales del concepto, una dimensión de la soberanía que, no podrá alcanzarse
aplicando fórmulas de mera cosmética, tratamientos de superficie, afeites para
disimular la real magnitud de los problemas, sino tomando por los cuernos al
toro de la historia, haciéndonos verdaderos dueños de nuestro destino,
venciendo, si es preciso, a la naturaleza misma, como en la admirable
afirmación bolivariana.
Coyunturas como la presente son las
grandes parteras de la Historia, no es en el pacífico transcurrir de la vida de
las naciones, ni en los momentos de bonanza y de facilidad económica, ni en los
prolegómenos auspiciosos de nuevos sistemas políticos, cuando surgen los
verdaderos liderazgos y se afianza de manera permanente y duradera la impronta
de un núcleo dirigente.
La descomposición acelerada del
imperio colonial español, el desprestigio de la casa reinante y por último, la
invasión armada y la entronización de un extranjero, en el Palacio Real de
Madrid, fueron los elementos que catalizaron el movimiento emancipador de 1810.
La intolerable pervivencia de una
dictadura oscurantista, la necesidad impostergable de abrir cauces a la
expresión de la voluntad popular, los coletazos agónicos de un régimen anti
histórico, produjeron la generación política de 1928, de cuyos logros y
realizaciones aún estamos viviendo los venezolanos.
La situación actual, aparentemente
menos dramática que las anteriores, exige, con igual imperatividad, un nuevo
liderazgo y un nuevo enfoque. Nuestra democracia política, joven, apenas
pasados los cinco lustros de su existencia, muestra inquietantes e inocultables
síntomas de resquebrajamiento. Por vez primera, en las pasadas elecciones municipales,
se observó un nivel de abstención, que, sumados los votos nulos emitidos,
representa un innegable rechazo, una concreta protesta o, en el mejor de los
casos, una desidentificación palpable entre los dirigentes y los supuestos
dirigidos.
En reiteradas oportunidades, he
insistido en señalar que en Venezuela se ha operado un desfase entre el país
real y profundo y su dirigencia política; pero si vamos a ser más rigurosos en
el análisis, habría que decir que la brecha se ha abierto, también, fuera del
ámbito de la acción política y que afecta por igual a la dirigencia
empresarial. Unos y otros, condicionados por el facilismo que genera la
abundancia, reblandecidos, típicos exponentes de la que se ha dado en llama la
“Venezuela Saudita”, parecen no haber tenido nunca, verdadera capacidad de
lucha y visión de futuro, o haberlos perdido en el camino.
Venezuela vive hoy una de las
crisis más extensas y profundas de su historia. Es, ciertamente, el fin de un
modo de crecimiento económico, que se ha fundado en la obtención fácil de un
ingreso, que ha pervertido la relación entre la riqueza y el trabajo, y que ha generado
hábitos, estilos y formas de conciencia pocos proclives al esfuerzo y a la
constancia. El Estado venezolano es, en buena medida, producto de esta manera
de vivir, pues lejos de esforzarse, por asociar la dedicación a los resultados,
y de requerir niveles mínimos de eficiencia, ha pretendido resolver, bajo el
expediente de los “realazos”, todos y cada uno de los problemas, que afectan a
una colectividad que, espera y demanda, ya sin ilusión, la resolución de
situaciones que, en un cuarto de siglo democrático, no han hecho, en algunos
casos, más que agravarse.
El Estilo
Petrolero
Créditos fáciles, proteccionismo
arancelario excesivo, ausencia de control de calidad y el Estado como benévolo,
cuando no complaciente acreedor, han dejado como secuela una clase empresarial
enmohecida, poltrona y gemebunda, incapaz de comprender y de aceptar, los retos
de una realidad distinta, donde siguen existiendo excelentes posibilidades de
inversión, pero en la cual los márgenes de ganancia, serán los normales en
cualquier lugar del orbe, pero ya nunca más los trescientos y los mil por
ciento, a que estaban tan acostumbrados gran número de nuestros “Capitanes de Empresa”.
El estilo petrolero de crecimiento
económico ha producido —salvo los casos de excepción— un poderoso sector
empresarial, hijo mimado del fisco, que muy distante del modo clásico en que se
construyeron las grandes fortunas —al rescoldo de la brega sostenida y diaria—
se ha dedicado a exigirle a un Estado dispendioso, recursos abundantes y
crecientes, mientras le critica las deficientes y tímidas medidas, que adopta
en función de los intereses de las mayorías. Este empresariado pedigüeño y
parasitario, al mismo tiempo que es producto, es también causa de la situación
en la que nos encontramos, mientras hay decenas de miles de otros empresarios,
no favorecidos por buenos resortes e influencias dentro del aparato
administrativo del Estado, que se ven constreñidos a una existencia precaria,
siempre al borde de la ruina y en los límites de la esperanza.
Apetitos razonables y capacidad de
adaptación, son premisas insalvables para el desenvolvimiento de un aparato
productivo, competitivo e independiente del cordón umbilical oficial. La libre
empresa, para serlo realmente, debe salir del período de la lactancia, sólo así
podrá, sin ser acusada de impudor o de inconsciencia, señalar acusadoramente a
gobernantes y políticos. Mientras sea hija de los mismos pecados que señala,
sería más respetable que guardara silencio. Los sentimientos de solidaridad social, de responsabilidad para con el
país, están seriamente disminuidos. Los patrones éticos —si es que existen— han
sido totalmente falseados, se ve, se aplaude y se premia, a aquellos que han
tenido la habilidad de amasar inmensas fortunas, sin poner ningún reparo a los
medios por los cuales hayan alcanzado esa situación privilegiada. La propia
familia, núcleo y base de toda sociedad, se encuentra seriamente resquebrajada
en sus valores. El oportunismo, el diletantismo, la capacidad de trepar, se han
convertido en virtudes admiradas en nuestros días. Pensar que la actividad
política, que —por su propia naturaleza— es de las más permeables al medio
ambiente y a su vez de las que más influyen en él, pudiera permanecer incólume,
incontaminada dentro de este cuadro general de descomposición, hubiese sido
“panglosiano”, para adjetivar el nombre de aquel personaje de Voltaire que,
ocurriese lo que ocurriese, siempre decía que “estamos en el mejor de los
mundos posibles”.
Al abrigo de esta desviación
oportunista, se está creando una clase dirigente sin mensaje, sin sentido de la
Historia y sin ninguna posibilidad de futuro. Son aquellos que han hecho del
halago, de la adulancia, del servilismo más abyecto, su pasaporte para escalar
las alturas del poder, la preeminencia política, la privanza. Estos arquetipos
humanos, pululan igualmente dentro de las grandes empresas privadas, son el
producto, la excrecencia de la nueva realidad social, que ha minado los
resortes profundos del venezolano, Venezuela siempre fue un país rebelde,
orgulloso de su rebeldía casi anárquica, por ello, —muchas veces— se nos
tildaba de ásperos, dábamos con facilidad y recibíamos con reserva, si algún
pecado teníamos era el de la soberbia, ahora, dentro de este reblandecimiento
creciente, parece haberse generalizado un fenómeno, que en nuestro pasado
dictatorial era frecuente, sólo que ya las camarillas de adulantes, los
corifeos de la adoración perpetua, no son los cuatro plumarios obsequiosos de
siempre, sino un número cada vez mayor de cortesanos que, no pareciera posible,
hayan sido paridos por la entraña de una tierra que dio tan buenos frutos de
valor y dignidad.
El estilo petrolero, ha venido
generando, una perversión progresiva de la política y de las instituciones. Ya
la política no pareciera ser la ciencia y el arte de dirigir a los hombres,
para las grandes tareas de la historia, sino el recurso mezquino, para hacerse
de un lugar en el cual medrar para el provecho personal y grupal. Al margen de
las excepciones, que indican que no todo es podredumbre, el pragmatismo, la
ausencia de ideologías transformadoras, el arribismo y la adulancia, son los
signos visibles de una clase política, que considera la sobrevivencia un éxito
y el acomodo oportunista un trampolín para el festín. Nunca, como en estos
tiempos de asombro, la política pareciera haberse transmutado en sinónimo de
negocios y ocasión de miserables victorias personales, sin repercusión alguna
sobre aquellos postulados que se supone son la base de su sentido.
Los sentimientos de solidaridad social,
de responsabilidad para con el país, están seriamente disminuidos. Los patrones
éticos —si es que existen— han sido totalmente falseados, se ve, se aplaude y
se premia, a aquellos que han tenido la habilidad de amasar inmensas fortunas,
sin poner ningún reparo a los medios por los cuales hayan alcanzado esa
situación privilegiada. La propia familia, núcleo y base de toda sociedad, se
encuentra seriamente resquebrajada en sus valores. El oportunismo, el
diletantismo, la capacidad de trepar, se han convertido en virtudes admiradas
en nuestros días. Pensar que la actividad política, que —por su propia
naturaleza— es de las más permeables al medio ambiente y a su vez de las que
más influyen en él, pudiera permanecer incólume, incontaminada dentro de este
cuadro general de descomposición, hubiese sido “panglosiano”, para adjetivar el
nombre de aquel personaje de Voltaire que, ocurriese lo que ocurriese, siempre
decía que “estamos en el mejor de los mundos posibles”.
Al abrigo de esta desviación
oportunista, se está creando una clase dirigente sin mensaje, sin sentido de la
Historia y sin ninguna posibilidad de futuro. Son aquellos que han hecho del
halago, de la adulancia, del servilismo más abyecto, su pasaporte para escalar
las alturas del poder, la preeminencia política, la privanza. Estos arquetipos
humanos, pululan igualmente dentro de las grandes empresas privadas, son el
producto, la excrecencia de la nueva realidad social, que ha minado los
resortes profundos del venezolano, Venezuela siempre fue un país rebelde,
orgulloso de su rebeldía casi anárquica, por ello, —muchas veces— se nos
tildaba de ásperos, dábamos con facilidad y recibíamos con reserva, si algún
pecado teníamos era el de la soberbia, ahora, dentro de este reblandecimiento
creciente, parece haberse generalizado un fenómeno, que en nuestro pasado
dictatorial era frecuente, sólo que ya las camarillas de adulantes, los
corifeos de la adoración perpetua, no son los cuatro plumarios obsequiosos de
siempre, sino un número cada vez mayor de cortesanos que, no pareciera posible,
hayan sido paridos por la entraña de una tierra que dio tan buenos frutos de
valor y dignidad.
El estilo petrolero, ha venido
generando, una perversión progresiva de la política y de las instituciones. Ya
la política no pareciera ser la ciencia y el arte de dirigir a los hombres,
para las grandes tareas de la historia, sino el recurso mezquino, para hacerse
de un lugar en el cual medrar para el provecho personal y grupal. Al margen de
las excepciones, que indican que no todo es podredumbre, el pragmatismo, la
ausencia de ideologías transformadoras, el arribismo y la adulancia, son los
signos visibles de una clase política, que considera la sobrevivencia un éxito
y el acomodo oportunista un trampolín para el festín. Nunca, como en estos
tiempos de asombro, la política pareciera haberse transmutado en sinónimo de
negocios y ocasión de miserables victorias personales, sin repercusión alguna
sobre aquellos postulados que se supone son la base de su sentido.
Los
Engranajes Partidistas
Su materialización institucional,
los partidos políticos, pilares esenciales del sistema, a los que mucho le debe
la evolución del país, se han quedado a la zaga de su propia obra, se han
extraviado en la maraña de un pragmatismo de vuelo corto, en el ejercicio del
cual han perdido de vista sus reales metas, su razón de ser, sus hondas
motivaciones, es decir su ideología. Hoy por hoy, pareciera que es exactamente
igual, pertenecer a una u otra organización, tan indiferenciados son sus
procedimientos y el lenguaje de sus líderes.
Mimetismo de país minero, inmadurez
del núcleo dirigente, se nota una tendencia creciente a permitir que los
partidos políticos se conviertan en simples maquinarias electorales, al estilo
norteamericano, cuyos engranajes se mueven, episódicamente, para llevar a un
hombre o a un grupo de hombres al gobierno o al parlamento, pero en las cuales está
totalmente ausente el aliento y la preocupación ideológica, lo que se traduce
en el hecho de que, muchas veces, las nuevas promociones de militantes o de
dirigentes, ni siquiera conocen con propiedad la trayectoria de sus propios
movimientos y no ven en estos, sino el instrumento práctico y rápido de hacer
carrera, de alcanzar figuración y en algunos lamentables casos, simplemente de
enriquecerse. Avidez pecuniaria que ha creado un arquetipo contranatura, un
monstruoso híbrido, el político-negociante, que parece haber adquirido carta de
legitimidad dentro de la confusión de valores en que vivimos.
Este personaje execrable, sinuoso,
corrompido y corruptor, encuentra estímulo y aplauso en nuestra sociedad
mercantilizada, por ello de nada valdrán leyes draconianas, ni poses
inquisitoriales, mientras no se opere una marcada repulsa de la colectividad,
una verdadera vindicta pública, que haga de ellos basura desprendida, apestosa
presencia, indeseable contacto para todo ciudadano que aprecie y practique la
integridad. Más aún —y reconocerlo duele— nuestros partidos han devenido, en
mayor o menor grado, en equipos de gestoría que, ganan o conservan adhesiones
por las ventajas que procuran, sin que las grandes tareas de hoy o de ayer
tengan fuerza motivante para la militancia.
Son partidos, que —lejos de
encarnar el ideal democrático de activa participación de importantes sectores
de la población— en la elaboración de sus políticas y sus decisiones, se han
convertido en novedosas formas dictatoriales que concentran de manera desmedida
el poder interno, que alejan a los que no participan ciegamente de las
facciones dirigentes, que aplastan la disidencia so pretexto de oficiar en los
altares de la disciplina. Son partidos en los que el debate se concentra en las
ambiciones personales de algunos y que han venido suplantando las diferencias
conceptuales y programáticas —lógicas y necesarias en la democracia— por una
malsana competencia burocrática, sin aliento y sin destino.
A tal punto se ha llegado que, en
rigor, no más de una treintena de personas decide como si fuera la Divina
Providencia el destino de nuestro pueblo.
Esta concentración del poder
político y económico, no sólo niega los postulados democráticos, sino que se
convierte en fundamento, para la destrucción de un sistema, que aspira más que
a la representación, a la directa participación ciudadana. No puede
restringirse la acción de los venezolanos al periódico acto comicial, sin que
la desesperanza se instale en el alma de nuestros compatriotas. Es esta
democracia restrictiva la que tiene que ser modificada, porque los pueblos
tienen una capacidad casi infinita de espera, pero cuando se constituye en su
seno el escepticismo, como una forma de existencia, sólo la rebelión absoluta
reconstruye los caminos.
Esta desviación, oportunista y
pragmática, de los movimientos políticos venezolanos, lleva en sí misma la
promesa de destrucción del sistema democrático, con mucha mayor seguridad que
otros, supuestos o reales peligros, que con frecuencia se invocan, más con la
intención de asustar, que porque se crea realmente en ellos. El enemigo está en
casa, el enemigo somos nosotros mismos.
Entre el
Dispendio y la Carestía
No son estos, juicios meramente
críticos, sino que también tienen carácter autocritico, pues soy militante del
partido de gobierno, pero sería indecoroso el que no denunciara con claridad
este tipo de carcoma que está menguando el cuerpo de la Nación.
A esta pérdida de representatividad
de la élite dirigente, viene a sumarse, como elemento descalificador, como
carencia injustificable, como pecado original no redimido, el hecho de que los
gigantescos recursos dilapidados o destinados a enriquecer a unos pocos, no han
llegado, en las cantidades requeridas, a los sectores menos favorecidos de la
población. Resulta vergonzoso e inexplicable, el que en un país, que hasta hace
nada, hizo el papel de vecino rico y dispendioso, carezcamos de las cosas más esenciales,
que en nuestros hospitales falte desde una simple vacuna antitetánica, hasta
equipos que han entregado su alma en manos del óxido y la ausencia de
mantenimiento, que nuestros maestros tengan que gastar más energía, en luchar
por alcanzar una remuneración de subsistencia, que para enseñar a sus
discípulos, en fin —para no abundar en hechos que todos conocemos—en el que, o
morimos de sed o somos pasto de las inundaciones. Esta realidad social, inaceptable,
no puede ser por más tiempo permitida, poca o ninguna justificación tendría un
sistema que, fueran cuales fuesen sus virtudes, no sea capaz de resolverle al
hombre, de garantizarle al ciudadano una existencia digna. Mal podríamos hablar
de independencia, ni concurrir jubilosos a celebrar cada 5 de julio, mientras
nuestros conciudadanos sigan siendo esclavos de su miseria.
Las
manifestaciones más dramáticas de descomposición, se hacen presentes en todas
las instituciones. El Parlamento, la Judicatura, la administración pública
central y descentralizada, son una expresión concreta de una inercia ineficaz,
que, -que a lo largo de los años- se ha
venido profundizando, llevando al Estado al límite de la inacción. Por ello se
hace propicia la iniciativa del Presidente de la República, Dr.Jaime Lusinchi,
de promover la Reforma del Estado, sin la cual, el gigantismo no hará sino
potenciar las incapacidades que aquejan al sector público en Venezuela.
Esta concentración del poder
político y económico, no sólo niega los postulados democráticos, sino que se
convierte en fundamento, para la destrucción de un sistema, que aspira más que a
la representación, a la directa participación ciudadana. No puede restringirse
la acción de los venezolanos al periódico acto comicial, sin que la
desesperanza se instale en el alma de nuestros compatriotas. Es esta democracia
restrictiva la que tiene qu ser modificada, porque los pueblos tienen una
capacidad casi infinita de espera, pero cuando se constituye en su seno el
escepticismo, como una forma de existencia, sólo la rebelión absoluta
reconstruye los caminos.
Esta desviación, oportunista y
pragmática, de los movimientos políticos venezolanos, lleva en sí misma la
promesa de destrucción del sistema democrático, con mucha mayor seguridad que
otros, supuestos o reales peligros, que con frecuencia se invocan, más con la
intención de asustar, que porque se crea realmente en ellos. El enemigo está en
casa, el enemigo somos nosotros mismos.
Entre el Dispendio y la Carestía
No son estos, juicios meramente
críticos, sino que también tienen carácter autocrftico, pues soy militante del
partido de gobierno, pero sería indecoroso el que no denunciara con claridad
este tipo de carcoma que está menguando el cuerpo de la Nación.
A esta pérdida de representatividad
de la élite dirigente, viene a sumar- se, como elemento descalificador, como
carencia injustificable, como pecado original no redimido, el hecho de que los
gigantescos recursos dilapidados o destinados a enriquecer a unos pocos, no han
llegado, en las cantidades requeridas, a los sectores menos favorecidos de la
población. Resulta vergonzoso e inexplicable, el que en un país, que hasta hace
nada, hizo el papel de vecino rico y dispendioso, carezcamos de las cosas más
esenciales, que en nuestros hospitales falte desde una simple vacuna
antitetánica, hasta equipos que han entregado su alma en manos del óxido y la
ausencia de mantenimiento, que nuestros maestros tengan que gastar más energía,
en luchar por alcanzar una remuneración de subsistencia, que para enseñar a sus
discípulos, en fin —para no abundar en hechos que todos conocemos— en el que, o morimos de sed o somos pasto de
las inundaciones. Esta realidad social, inaceptable, no puede ser por más
tiempo permitida, poca o ninguna justificación tendría un sistema que, fueran
cuales fuesen sus virtudes, no sea capaz de resolverle al hombre, de garantizarle
al ciudadano una existencia digna. Mal podríamos hablar de independencia, ni
concurrir jubilosos a celebrar cada 5 de julio, mientras nuestros conciudadanos
sigan siendo esclavos de su miseria.
Las manifestaciones más dramáticas
de descomposición, se hacen presentes en todas las instituciones. El
Parlamento, la Judicatura, la administración pública central y descentralizada,
son una expresión concreta de una inercia ineficaz, que —a lo largo de los
años— se ha venido profundizando, llevando al Estado al límite de la inacción.
Por ello se hace propicia la iniciativa del Presidente de la República, Doctor
Jaime Lusinchi, de promover la Reforma del Estado, sin la cual, el gigantismo
no hará sino potenciar las incapacidades que aquejan al sector público en Venezuela.
Pero, al lado de la Reforma del
Estado, es indispensable una transformación del modo de funcionamiento de los
partidos políticos. El reto fundamental que estos tienen, es el de propiciar la
emergencia de las nuevas generaciones dirigentes a la conducción de la
República. No es, desde luego, una cuestión que atiende a razones meramente
cronológicas, sino que es un hecho social: Venezuela ha venido produciendo, en
este cuarto de siglo, una riada de venezolanos jóvenes, preparados en las
distintas disciplinas, no comprometidos con los usos del país que se disuelve,
aptos para la conducción, dispuestos al diseño de una sociedad moderna y
progresista, que tienen el derecho y sienten el deber de asumir el porvenir.
Quiero que estas palabras, en la
solemne ocasión que nos reúne, sean tomadas como la exigencia de una generación
que, más allá de diferencias ideológicas y partidistas, está en capacidad de
asumir en el futuro inmediato la dirección del país.
Sería desproporcionado pensar que
la crisis es exclusivamente nacional. Hoy el desvarío es una característica
planetaria y como país y como continente, somos víctimas de las desandanzas en
otras latitudes. El problema de la deuda pública de América Latina, es cierto
que ha sido producto de incapacidad de previsión, por parte de nuestros
dirigentes, pero no menos verdadero es que, la dimensión que ha adquirido, es
responsabilidad de un sistema financiero internacional rapaz y de los gobiernos
de los países desarrollados, que adoptan políticas económicas a costa de la
recesión y la depresión en nuestros países. Ha resultado ilustrativo el hecho,
de que luego del “Consenso de Cartagena”, paso significativo en la concepción
de la deuda externa como problema político, la reacción de la banca
norteamericana haya sido la insolente elevación de las tasas de interés. Por
tal razón, ya no se trata de una cuestión meramente económica, la justa repulsa
de la opinión pública, a las condiciones expoliadoras del Fondo Monetario
Internacional, sino que hoy se ha convertido tal posición en un elemento
consustancial a la dignidad de Venezuela como Nación.
También le duele a nuestro país el
conflicto centroamericano. Sus causas tienen que ver, principalmente, con
décadas interminables de explotación y miseria, por ello se hace necesario que
una política audaz, dirigida hacia una paz digna, brinde salidas adecuadas a
una situación que lacera el espíritu de solidaridad continental. No es
admisible, que los pueblos olvidados de siempre, sean convertidos en piezas de
un juego internacional que ni buscan ni controlan, ni tampoco es tolerable que
la intervención descarada, el asedio de fuerzas extranjeras, decidan el destino
de esta parte sufriente del continente. Hoy como nunca, la solidaridad de los
pueblos del Tercer Mundo, tiene la posibilidad de revertir formas obscenas de
intervención, en salidas negociadas que enaltezcan la patria Latinoamericana.
Es el tiempo de fortalecer las iniciativas del Grupo de Contadora, que es la
única y precaria posibilidad de una paz creadora, que no se imponga por la
infamia de las invasiones.
El Reto Magnífico
Crisis internacional, crisis
económica, crisis social, crisis de liderazgo, no parecen ser la mejor compañía
para empezar a transitar el período post-petrolero, en cuyo umbral nos
encontramos. Pero no debemos amilanarnos, cada nuevo tiempo histórico produce
los elementos para domeñarlo, la enseñanza de Bolívar nunca fue más elocuente
que cuando en Pativilca, derrotado y enfermo respondiera con aquel único
vocablo: Vencer. Venezuela está lejos de haber sido derrotada, si acaso la
aqueja una enfermedad curable y pasajera, que más nos incomoda porque teníamos
el hábito de la salud y el menosprecio de la mesura y de la continencia.
Para nuestra generación se trata de
un reto magnífico. Venimos del momento de las viejas ilusiones, que se debatían
entre las bondades de un capitalismo presuntamente avanzado y el espejismo de
un teórico paraíso socialista que naufragó en manos del autoritarismo. El
tiempo nuestro es el de la osadía de pensar y construir un sistema social,
anclado profundamente en las posibilidades creadoras del pueblo, que haga de la
libertad no la simple ausencia de represión abierta y que haga de la justicia
no el otro nombre de las migajas mal repartidas. Lo que nos toca construir es
una sociedad de ciudadanos reales, que se hagan a sí mismos en —y por medio de—
la participación.
Hemos de renunciar al estilo, que
usa al ciudadano para legitimar un poder que, las más de las veces, le es
ajeno, pero que lo condena a la desaparición civil sistemática. Es, entonces,
el tiempo de los hombres.
El camino que tenemos que
transitar, es definido y visible, para todo aquel que anteponga el patriotismo
y la sensibilidad, a deleznables intereses subalternos mas no es corto ni es
terso. La coyuntura, no por compleja deja de ser propicia, los venezolanos, en
una proporción nunca vista, en los veintiséis años de ininterrumpida vida
democrática, otorgaron su confianza y su mandato al Dr. Jaime Lusinchi, cuya
trayectoria y méritos es innecesario destacar, tampoco voy a caer en el fácil
artilugio, de valerme de una oportunidad como esta, para resaltar con
motivaciones partidistas fuera de lugar, a la organización que resultara
victoriosa en esos y los subsiguientes comicios, tal empeño desmerecería la
responsabilidad y la distinción que la representación nacional me ha deferido,
al escogerme para pronunciar estas palabras. Lo que quiero enfatizar es lo
inequívoco del pronunciamiento colectivo, nos permite afirmar, en contra de
quienes se inclinan por explicaciones puramente casuísticas, que la magnitud
del triunfo, si no el triunfo mismo, obedeció a que se presentó a la
consideración del país, el esbozo de un nuevo proyecto político, que rescataba
y actualizaba el sentido revolucionario, transformador y popular, que esperamos
informe los mejores logros de este quinquenio. Proyecto político que, asumiendo
la esencia profunda de la crisis, propone una concertación nacional,
concertación que nada podría lograr, en las circunstancias que vivimos, si
toma la forma de un simple acuerdo de
generales, de un arreglo por arriba, a nivel de las cúpulas institucionales,
sean estas políticas o gremiales, empresariales o sindicales.
Venezuela requiere hoy, del
concurso de todos y cada uno de los individuos, que sobre su suelo viven y
laboran, poco importa donde hayan venido al mundo, cada voluntad y cada
conciencia debe estar al servicio de la meta común: superar la crisis, afianzar
sobre bases sólidas nuestra soberanía. Ninguna gran empresa colectiva ha sido
hija de un solo hombre, ni siquiera de un grupo de ellos, la grandiosa epopeya
de nuestra Guerra de Independencia no la hicieron sólo los generales y los
próceres civiles de la aristocracia criolla.
Ninguna clase social tiene derechos
de autor sobre, lo que para bien o para mal, hoy somos. Cada llanero “pata en
el suelo”, que fue a blanquear con sus huesos el helado suelo del altiplano,
sin que importe que hubiese sido libre, liberto o esclavo, es tan libertador de
Venezuela como el marqués del Toro y ha hecho más por su patria que el marqués
de Casa León y tantos Casa-Leones que ha habido en todos los tiempos.
Por ello, debemos tener nítida la
idea de que, ningún gobierno, por perfecto que pudiese hipotéticamente ser,
podrá por si sólo sacarnos adelante. Cada ciudadano tiene que poner su
esfuerzo, trabajando más, rindiendo mejor, educando a sus hijos, cumpliendo las
leyes, predicando con el ejemplo. La batalla se gana o se pierde, día a día, en
cada hogar, en cada fábrica, en cada aula y en cada pedazo de tierra de nuestra
geografía.
Los cambios acaecidos sin nuestro
concurso y los que a nosotros nos toca propiciar, hacen imperativo un proceso
de transformación de los patrones de conducta del venezolano, una toma de
conciencia colectiva, de que estamos viviendo una etapa de transición hacia un
nuevo tiempo histórico, una nueva actitud ante la vida tendrá que imponerse.
Todo esto supone una revolución cultural, en la cual la sociedad venezolana
deberá encontrar o reencontrar sus valores esenciales, porque creo como Charles
Peguy que: “La revolución será moral o no será revolución”, a la masa amorfa,
sin identidad y desorientada de hoy, deberá sustituirla un país consciente y
orgulloso de su destino, deslastrado de ripio retórico, firmemente afincado en
la realidad de nuestro tiempo, pero con ánimo y voluntad de moldearla para
provecho colectivo, un país que, sin sacrificar la libertad, le dé a cada uno
de sus hijos la posibilidad de su plena realización, un país consecuente con el
legado histórico, de los egregios varones que, a pocos metros de este lugar,
hace hoy ciento setenta y tres años, proclamaron al mundo el advenimiento de
Venezuela.
Ya van treinta y un años, y mantiene vigencia, no porque yo haya sido un vidente, ni mucho menos, sino porque nuestro país está infinitamente peor. Que desgarradora realidad, nos vamos a ir por un albañal...
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