9 de enero de 2014

Discurso de Orden, del Diputado, Dr. Alfredo Coronil Hartmann, en el 173 Aniversario de la Declaración de Independencia

Este discurso va a cumplir 30 años, el próximo 5 de julio, ya era ubicable en este blog como material de apoyo, en versión facsimilar, hoy lo releí, no por afán narcisista, sino porque estoy pasando a una carpeta de borradores algunos trabajos que pienso trabajar para integrarlos a uno o varios libros, actividad a la cual pienso dedicar mis próximos años. El que lo reproduzca hoy obedece a variadas y encontradas apreciaciones, la mas grave, mantiene lamentable vigencia. Cuando ese día 5 de julio de 1984, subí a la tribuna de oradores del Senado de la República, después deprolongadas discusiones conmigo mismo, iba resuelto a dejar un testimonio responsable, con perfecta conciencia de sus riesgos, y dispuesto a refugiarme en la academia y la literatura, al fin y al cabo mis pasiones primigenias. De la revisión de hoy me quedó claro que debía reeditarlo, la juventud venezolana de estos días y la ciudadanía en general vive momentos de desencuentro y confusión, el joven de cuarenta y un años que escribió estas páginas, las retoma y las avala a los 70 años cumplidos, en tiempos en los cuales no es viable refugiarse en ningún sitio o actividad, sino "arrimarle el hombro" al país que se deshace. A ello los invito
ALFREDO CORONIL HARTMANN
Itaca 9 de enero de 2014.


Discurso de Orden Pronunciado por el Diputado,        Dr. Alfredo Coronil Hartmann
En la Sesiòn  Soleme del Congreso Nacional, el 5 de julio de 1984
En el 173 Aniversario de la
Declaración de la Independencia




5 de julio, fecha cimera en los anales de la República, hito histórico que marca el nacimiento formal del gentilicio y de la nacionalidad. Punto de partida de nuestro itinerario de hombres libres.
Tales connotaciones, han hecho de esta fecha ocasión propicia, para que el ciudadano designado como orador de orden, muestre su mayor o menor erudición histórica, tratando de aportar enfoques originales o simplemente novedosos, sobre los hechos que, a partir del 19 de abril de 1810, fueron gestando el clima que llevara, a los ilustres miembros del Primer Congreso de la República, a la declaración solemne del 5 de julio de 1811.
Igualmente, la entidad de la audiencia de estos actos, constituye muchas veces tentación irresistible para hacer demostraciones de elocuencia y dominio de la escena y de los recursos del idioma.
No ocurrirá así en esta oportunidad, nada me hará sucumbir a la cómoda alternativa de hacer un discurso de corte académico, cuidadosamente cincelado, burilado, hasta eliminar la más mínima incomodidad o el brillo amenazante de una arista. Tampoco serán las palabras del militante político. Aspiro simplemente, a dar el testimonio, sincero y descarnado de la generación a la cual pertenezco, una generación a la que corresponde, de pleno derecho, asumir su responsabilidad histórica, en un momento crucial e irreversible de nuestra trayectoria de pueblo, en el cual va a decidirse — por muchos años— el destino colectivo.
Podríamos decir que, por una cruel paradoja, a escasos días de concluir el año bicentenario de Bolívar —tan bulliciosamente conmemorado— estamos celebrando los ciento setenta y tres años de La Declaración de Independencia, en circunstancias de dependencia, que hubiesen sido simplemente impensables algunos años atrás. En otras palabras, se nos ha puesto retadoramente de manifiesto, el hecho de que la obra está inconclusa, y de que la única manera digna de rendirle homenaje a los libertadores, es recuperando y afianzando para el porvenir, la plenitud, la globalidad, la universalidad de una soberanía que vaya más allá de los signos exteriores y formales del concepto, una dimensión de la soberanía que, no podrá alcanzarse aplicando fórmulas de mera cosmética, tratamientos de superficie, afeites para disimular la real magnitud de los problemas, sino tomando por los cuernos al toro de la historia, haciéndonos verdaderos dueños de nuestro destino, venciendo, si es preciso, a la naturaleza misma, como en la admirable afirmación bolivariana.
Coyunturas como la presente son las grandes parteras de la Historia, no es en el pacífico transcurrir de la vida de las naciones, ni en los momentos de bonanza y de facilidad económica, ni en los prolegómenos auspiciosos de nuevos sistemas políticos, cuando surgen los verdaderos liderazgos y se afianza de manera permanente y duradera la impronta de un núcleo dirigente.
La descomposición acelerada del imperio colonial español, el desprestigio de la casa reinante y por último, la invasión armada y la entronización de un extranjero, en el Palacio Real de Madrid, fueron los elementos que catalizaron el movimiento emancipador de 1810.
La intolerable pervivencia de una dictadura oscurantista, la necesidad impostergable de abrir cauces a la expresión de la voluntad popular, los coletazos agónicos de un régimen anti histórico, produjeron la generación política de 1928, de cuyos logros y realizaciones aún estamos viviendo los venezolanos.
La situación actual, aparentemente menos dramática que las anteriores, exige, con igual imperatividad, un nuevo liderazgo y un nuevo enfoque. Nuestra democracia política, joven, apenas pasados los cinco lustros de su existencia, muestra inquietantes e inocultables síntomas de resquebrajamiento. Por vez primera, en las pasadas elecciones municipales, se observó un nivel de abstención, que, sumados los votos nulos emitidos, representa un innegable rechazo, una concreta protesta o, en el mejor de los casos, una desidentificación palpable entre los dirigentes y los supuestos dirigidos.
En reiteradas oportunidades, he insistido en señalar que en Venezuela se ha operado un desfase entre el país real y profundo y su dirigencia política; pero si vamos a ser más rigurosos en el análisis, habría que decir que la brecha se ha abierto, también, fuera del ámbito de la acción política y que afecta por igual a la dirigencia empresarial. Unos y otros, condicionados por el facilismo que genera la abundancia, reblandecidos, típicos exponentes de la que se ha dado en llama la “Venezuela Saudita”, parecen no haber tenido nunca, verdadera capacidad de lucha y visión de futuro, o haberlos perdido en el camino.
Venezuela vive hoy una de las crisis más extensas y profundas de su historia. Es, ciertamente, el fin de un modo de crecimiento económico, que se ha fundado en la obtención fácil de un ingreso, que ha pervertido la relación entre la riqueza y el trabajo, y que ha generado hábitos, estilos y formas de conciencia pocos proclives al esfuerzo y a la constancia. El Estado venezolano es, en buena medida, producto de esta manera de vivir, pues lejos de esforzarse, por asociar la dedicación a los resultados, y de requerir niveles mínimos de eficiencia, ha pretendido resolver, bajo el expediente de los “realazos”, todos y cada uno de los problemas, que afectan a una colectividad que, espera y demanda, ya sin ilusión, la resolución de situaciones que, en un cuarto de siglo democrático, no han hecho, en algunos casos, más que agravarse.
El Estilo Petrolero
Créditos fáciles, proteccionismo arancelario excesivo, ausencia de control de calidad y el Estado como benévolo, cuando no complaciente acreedor, han dejado como secuela una clase empresarial enmohecida, poltrona y gemebunda, incapaz de comprender y de aceptar, los retos de una realidad distinta, donde siguen existiendo excelentes posibilidades de inversión, pero en la cual los márgenes de ganancia, serán los normales en cualquier lugar del orbe, pero ya nunca más los trescientos y los mil por ciento, a que estaban tan acostumbrados gran número de nuestros “Capitanes de Empresa”.
El estilo petrolero de crecimiento económico ha producido —salvo los casos de excepción— un poderoso sector empresarial, hijo mimado del fisco, que muy distante del modo clásico en que se construyeron las grandes fortunas —al rescoldo de la brega sostenida y diaria— se ha dedicado a exigirle a un Estado dispendioso, recursos abundantes y crecientes, mientras le critica las deficientes y tímidas medidas, que adopta en función de los intereses de las mayorías. Este empresariado pedigüeño y parasitario, al mismo tiempo que es producto, es también causa de la situación en la que nos encontramos, mientras hay decenas de miles de otros empresarios, no favorecidos por buenos resortes e influencias dentro del aparato administrativo del Estado, que se ven constreñidos a una existencia precaria, siempre al borde de la ruina y en los límites de la esperanza.
Apetitos razonables y capacidad de adaptación, son premisas insalvables para el desenvolvimiento de un aparato productivo, competitivo e independiente del cordón umbilical oficial. La libre empresa, para serlo realmente, debe salir del período de la lactancia, sólo así podrá, sin ser acusada de impudor o de inconsciencia, señalar acusadoramente a gobernantes y políticos. Mientras sea hija de los mismos pecados que señala, sería más respetable que guardara silencio. Los sentimientos de solidaridad social, de responsabilidad para con el país, están seriamente disminuidos. Los patrones éticos —si es que existen— han sido totalmente falseados, se ve, se aplaude y se premia, a aquellos que han tenido la habilidad de amasar inmensas fortunas, sin poner ningún reparo a los medios por los cuales hayan alcanzado esa situación privilegiada. La propia familia, núcleo y base de toda sociedad, se encuentra seriamente resquebrajada en sus valores. El oportunismo, el diletantismo, la capacidad de trepar, se han convertido en virtudes admiradas en nuestros días. Pensar que la actividad política, que —por su propia naturaleza— es de las más permeables al medio ambiente y a su vez de las que más influyen en él, pudiera permanecer incólume, incontaminada dentro de este cuadro general de descomposición, hubiese sido “panglosiano”, para adjetivar el nombre de aquel personaje de Voltaire que, ocurriese lo que ocurriese, siempre decía que “estamos en el mejor de los mundos posibles”.
Al abrigo de esta desviación oportunista, se está creando una clase dirigente sin mensaje, sin sentido de la Historia y sin ninguna posibilidad de futuro. Son aquellos que han hecho del halago, de la adulancia, del servilismo más abyecto, su pasaporte para escalar las alturas del poder, la preeminencia política, la privanza. Estos arquetipos humanos, pululan igualmente dentro de las grandes empresas privadas, son el producto, la excrecencia de la nueva realidad social, que ha minado los resortes profundos del venezolano, Venezuela siempre fue un país rebelde, orgulloso de su rebeldía casi anárquica, por ello, —muchas veces— se nos tildaba de ásperos, dábamos con facilidad y recibíamos con reserva, si algún pecado teníamos era el de la soberbia, ahora, dentro de este reblandecimiento creciente, parece haberse generalizado un fenómeno, que en nuestro pasado dictatorial era frecuente, sólo que ya las camarillas de adulantes, los corifeos de la adoración perpetua, no son los cuatro plumarios obsequiosos de siempre, sino un número cada vez mayor de cortesanos que, no pareciera posible, hayan sido paridos por la entraña de una tierra que dio tan buenos frutos de valor y dignidad.
El estilo petrolero, ha venido generando, una perversión progresiva de la política y de las instituciones. Ya la política no pareciera ser la ciencia y el arte de dirigir a los hombres, para las grandes tareas de la historia, sino el recurso mezquino, para hacerse de un lugar en el cual medrar para el provecho personal y grupal. Al margen de las excepciones, que indican que no todo es podredumbre, el pragmatismo, la ausencia de ideologías transformadoras, el arribismo y la adulancia, son los signos visibles de una clase política, que considera la sobrevivencia un éxito y el acomodo oportunista un trampolín para el festín. Nunca, como en estos tiempos de asombro, la política pareciera haberse transmutado en sinónimo de negocios y ocasión de miserables victorias personales, sin repercusión alguna sobre aquellos postulados que se supone son la base de su sentido.
Los sentimientos de solidaridad social, de responsabilidad para con el país, están seriamente disminuidos. Los patrones éticos —si es que existen— han sido totalmente falseados, se ve, se aplaude y se premia, a aquellos que han tenido la habilidad de amasar inmensas fortunas, sin poner ningún reparo a los medios por los cuales hayan alcanzado esa situación privilegiada. La propia familia, núcleo y base de toda sociedad, se encuentra seriamente resquebrajada en sus valores. El oportunismo, el diletantismo, la capacidad de trepar, se han convertido en virtudes admiradas en nuestros días. Pensar que la actividad política, que —por su propia naturaleza— es de las más permeables al medio ambiente y a su vez de las que más influyen en él, pudiera permanecer incólume, incontaminada dentro de este cuadro general de descomposición, hubiese sido “panglosiano”, para adjetivar el nombre de aquel personaje de Voltaire que, ocurriese lo que ocurriese, siempre decía que “estamos en el mejor de los mundos posibles”.
Al abrigo de esta desviación oportunista, se está creando una clase dirigente sin mensaje, sin sentido de la Historia y sin ninguna posibilidad de futuro. Son aquellos que han hecho del halago, de la adulancia, del servilismo más abyecto, su pasaporte para escalar las alturas del poder, la preeminencia política, la privanza. Estos arquetipos humanos, pululan igualmente dentro de las grandes empresas privadas, son el producto, la excrecencia de la nueva realidad social, que ha minado los resortes profundos del venezolano, Venezuela siempre fue un país rebelde, orgulloso de su rebeldía casi anárquica, por ello, —muchas veces— se nos tildaba de ásperos, dábamos con facilidad y recibíamos con reserva, si algún pecado teníamos era el de la soberbia, ahora, dentro de este reblandecimiento creciente, parece haberse generalizado un fenómeno, que en nuestro pasado dictatorial era frecuente, sólo que ya las camarillas de adulantes, los corifeos de la adoración perpetua, no son los cuatro plumarios obsequiosos de siempre, sino un número cada vez mayor de cortesanos que, no pareciera posible, hayan sido paridos por la entraña de una tierra que dio tan buenos frutos de valor y dignidad.
El estilo petrolero, ha venido generando, una perversión progresiva de la política y de las instituciones. Ya la política no pareciera ser la ciencia y el arte de dirigir a los hombres, para las grandes tareas de la historia, sino el recurso mezquino, para hacerse de un lugar en el cual medrar para el provecho personal y grupal. Al margen de las excepciones, que indican que no todo es podredumbre, el pragmatismo, la ausencia de ideologías transformadoras, el arribismo y la adulancia, son los signos visibles de una clase política, que considera la sobrevivencia un éxito y el acomodo oportunista un trampolín para el festín. Nunca, como en estos tiempos de asombro, la política pareciera haberse transmutado en sinónimo de negocios y ocasión de miserables victorias personales, sin repercusión alguna sobre aquellos postulados que se supone son la base de su sentido.
Los Engranajes Partidistas
Su materialización institucional, los partidos políticos, pilares esenciales del sistema, a los que mucho le debe la evolución del país, se han quedado a la zaga de su propia obra, se han extraviado en la maraña de un pragmatismo de vuelo corto, en el ejercicio del cual han perdido de vista sus reales metas, su razón de ser, sus hondas motivaciones, es decir su ideología. Hoy por hoy, pareciera que es exactamente igual, pertenecer a una u otra organización, tan indiferenciados son sus procedimientos y el lenguaje de sus líderes.
Mimetismo de país minero, inmadurez del núcleo dirigente, se nota una tendencia creciente a permitir que los partidos políticos se conviertan en simples maquinarias electorales, al estilo norteamericano, cuyos engranajes se mueven, episódicamente, para llevar a un hombre o a un grupo de hombres al gobierno o al parlamento, pero en las cuales está totalmente ausente el aliento y la preocupación ideológica, lo que se traduce en el hecho de que, muchas veces, las nuevas promociones de militantes o de dirigentes, ni siquiera conocen con propiedad la trayectoria de sus propios movimientos y no ven en estos, sino el instrumento práctico y rápido de hacer carrera, de alcanzar figuración y en algunos lamentables casos, simplemente de enriquecerse. Avidez pecuniaria que ha creado un arquetipo contranatura, un monstruoso híbrido, el político-negociante, que parece haber adquirido carta de legitimidad dentro de la confusión de valores en que vivimos.
Este personaje execrable, sinuoso, corrompido y corruptor, encuentra estímulo y aplauso en nuestra sociedad mercantilizada, por ello de nada valdrán leyes draconianas, ni poses inquisitoriales, mientras no se opere una marcada repulsa de la colectividad, una verdadera vindicta pública, que haga de ellos basura desprendida, apestosa presencia, indeseable contacto para todo ciudadano que aprecie y practique la integridad. Más aún —y reconocerlo duele— nuestros partidos han devenido, en mayor o menor grado, en equipos de gestoría que, ganan o conservan adhesiones por las ventajas que procuran, sin que las grandes tareas de hoy o de ayer tengan fuerza motivante para la militancia.
Son partidos, que —lejos de encarnar el ideal democrático de activa participación de importantes sectores de la población— en la elaboración de sus políticas y sus decisiones, se han convertido en novedosas formas dictatoriales que concentran de manera desmedida el poder interno, que alejan a los que no participan ciegamente de las facciones dirigentes, que aplastan la disidencia so pretexto de oficiar en los altares de la disciplina. Son partidos en los que el debate se concentra en las ambiciones personales de algunos y que han venido suplantando las diferencias conceptuales y programáticas —lógicas y necesarias en la democracia— por una malsana competencia burocrática, sin aliento y sin destino.
A tal punto se ha llegado que, en rigor, no más de una treintena de personas decide como si fuera la Divina Providencia el destino de nuestro pueblo.
Esta concentración del poder político y económico, no sólo niega los postulados democráticos, sino que se convierte en fundamento, para la destrucción de un sistema, que aspira más que a la representación, a la directa participación ciudadana. No puede restringirse la acción de los venezolanos al periódico acto comicial, sin que la desesperanza se instale en el alma de nuestros compatriotas. Es esta democracia restrictiva la que tiene que ser modificada, porque los pueblos tienen una capacidad casi infinita de espera, pero cuando se constituye en su seno el escepticismo, como una forma de existencia, sólo la rebelión absoluta reconstruye los caminos.
Esta desviación, oportunista y pragmática, de los movimientos políticos venezolanos, lleva en sí misma la promesa de destrucción del sistema democrático, con mucha mayor seguridad que otros, supuestos o reales peligros, que con frecuencia se invocan, más con la intención de asustar, que porque se crea realmente en ellos. El enemigo está en casa, el enemigo somos nosotros mismos.
Entre el Dispendio y la Carestía
No son estos, juicios meramente críticos, sino que también tienen carácter autocritico, pues soy militante del partido de gobierno, pero sería indecoroso el que no denunciara con claridad este tipo de carcoma que está menguando el cuerpo de la Nación.
A esta pérdida de representatividad de la élite dirigente, viene a sumarse, como elemento descalificador, como carencia injustificable, como pecado original no redimido, el hecho de que los gigantescos recursos dilapidados o destinados a enriquecer a unos pocos, no han llegado, en las cantidades requeridas, a los sectores menos favorecidos de la población. Resulta vergonzoso e inexplicable, el que en un país, que hasta hace nada, hizo el papel de vecino rico y dispendioso, carezcamos de las cosas más esenciales, que en nuestros hospitales falte desde una simple vacuna antitetánica, hasta equipos que han entregado su alma en manos del óxido y la ausencia de mantenimiento, que nuestros maestros tengan que gastar más energía, en luchar por alcanzar una remuneración de subsistencia, que para enseñar a sus discípulos, en fin —para no abundar en hechos que todos conocemos—en el que, o morimos de sed o somos pasto de las inundaciones. Esta realidad social, inaceptable, no puede ser por más tiempo permitida, poca o ninguna justificación tendría un sistema que, fueran cuales fuesen sus virtudes, no sea capaz de resolverle al hombre, de garantizarle al ciudadano una existencia digna. Mal podríamos hablar de independencia, ni concurrir jubilosos a celebrar cada 5 de julio, mientras nuestros conciudadanos sigan siendo esclavos de su miseria.
       Las manifestaciones más dramáticas de descomposición, se hacen presentes en todas las instituciones. El Parlamento, la Judicatura, la administración pública central y descentralizada, son una expresión concreta de una inercia ineficaz, que,  -que a lo largo de los años- se ha venido profundizando, llevando al Estado al límite de la inacción. Por ello se hace propicia la iniciativa del Presidente de la República, Dr.Jaime Lusinchi, de promover la Reforma del Estado, sin la cual, el gigantismo no hará sino potenciar las incapacidades que aquejan al sector público en Venezuela.
Esta concentración del poder político y económico, no sólo niega los postulados democráticos, sino que se convierte en fundamento, para la destrucción de un sistema, que aspira más que a la representación, a la directa participación ciudadana. No puede restringirse la acción de los venezolanos al periódico acto comicial, sin que la desesperanza se instale en el alma de nuestros compatriotas. Es esta democracia restrictiva la que tiene qu ser modificada, porque los pueblos tienen una capacidad casi infinita de espera, pero cuando se constituye en su seno el escepticismo, como una forma de existencia, sólo la rebelión absoluta reconstruye los caminos.
Esta desviación, oportunista y pragmática, de los movimientos políticos venezolanos, lleva en sí misma la promesa de destrucción del sistema democrático, con mucha mayor seguridad que otros, supuestos o reales peligros, que con frecuencia se invocan, más con la intención de asustar, que porque se crea realmente en ellos. El enemigo está en casa, el enemigo somos nosotros mismos.
Entre el Dispendio y la Carestía
No son estos, juicios meramente críticos, sino que también tienen carácter autocrftico, pues soy militante del partido de gobierno, pero sería indecoroso el que no denunciara con claridad este tipo de carcoma que está menguando el cuerpo de la Nación.
A esta pérdida de representatividad de la élite dirigente, viene a sumar- se, como elemento descalificador, como carencia injustificable, como pecado original no redimido, el hecho de que los gigantescos recursos dilapidados o destinados a enriquecer a unos pocos, no han llegado, en las cantidades requeridas, a los sectores menos favorecidos de la población. Resulta vergonzoso e inexplicable, el que en un país, que hasta hace nada, hizo el papel de vecino rico y dispendioso, carezcamos de las cosas más esenciales, que en nuestros hospitales falte desde una simple vacuna antitetánica, hasta equipos que han entregado su alma en manos del óxido y la ausencia de mantenimiento, que nuestros maestros tengan que gastar más energía, en luchar por alcanzar una remuneración de subsistencia, que para enseñar a sus discípulos, en fin —para no abundar en hechos que todos conocemos—  en el que, o morimos de sed o somos pasto de las inundaciones. Esta realidad social, inaceptable, no puede ser por más tiempo permitida, poca o ninguna justificación tendría un sistema que, fueran cuales fuesen sus virtudes, no sea capaz de resolverle al hombre, de garantizarle al ciudadano una existencia digna. Mal podríamos hablar de independencia, ni concurrir jubilosos a celebrar cada 5 de julio, mientras nuestros conciudadanos sigan siendo esclavos de su miseria.
Las manifestaciones más dramáticas de descomposición, se hacen presentes en todas las instituciones. El Parlamento, la Judicatura, la administración pública central y descentralizada, son una expresión concreta de una inercia ineficaz, que —a lo largo de los años— se ha venido profundizando, llevando al Estado al límite de la inacción. Por ello se hace propicia la iniciativa del Presidente de la República, Doctor Jaime Lusinchi, de promover la Reforma del Estado, sin la cual, el gigantismo no hará sino potenciar las incapacidades que aquejan al sector público en Venezuela.
Pero, al lado de la Reforma del Estado, es indispensable una transformación del modo de funcionamiento de los partidos políticos. El reto fundamental que estos tienen, es el de propiciar la emergencia de las nuevas generaciones dirigentes a la conducción de la República. No es, desde luego, una cuestión que atiende a razones meramente cronológicas, sino que es un hecho social: Venezuela ha venido produciendo, en este cuarto de siglo, una riada de venezolanos jóvenes, preparados en las distintas disciplinas, no comprometidos con los usos del país que se disuelve, aptos para la conducción, dispuestos al diseño de una sociedad moderna y progresista, que tienen el derecho y sienten el deber de asumir el porvenir.
Quiero que estas palabras, en la solemne ocasión que nos reúne, sean tomadas como la exigencia de una generación que, más allá de diferencias ideológicas y partidistas, está en capacidad de asumir en el futuro inmediato la dirección del país.
Sería desproporcionado pensar que la crisis es exclusivamente nacional. Hoy el desvarío es una característica planetaria y como país y como continente, somos víctimas de las desandanzas en otras latitudes. El problema de la deuda pública de América Latina, es cierto que ha sido producto de incapacidad de previsión, por parte de nuestros dirigentes, pero no menos verdadero es que, la dimensión que ha adquirido, es responsabilidad de un sistema financiero internacional rapaz y de los gobiernos de los países desarrollados, que adoptan políticas económicas a costa de la recesión y la depresión en nuestros países. Ha resultado ilustrativo el hecho, de que luego del “Consenso de Cartagena”, paso significativo en la concepción de la deuda externa como problema político, la reacción de la banca norteamericana haya sido la insolente elevación de las tasas de interés. Por tal razón, ya no se trata de una cuestión meramente económica, la justa repulsa de la opinión pública, a las condiciones expoliadoras del Fondo Monetario Internacional, sino que hoy se ha convertido tal posición en un elemento consustancial a la dignidad de Venezuela como Nación.
También le duele a nuestro país el conflicto centroamericano. Sus causas tienen que ver, principalmente, con décadas interminables de explotación y miseria, por ello se hace necesario que una política audaz, dirigida hacia una paz digna, brinde salidas adecuadas a una situación que lacera el espíritu de solidaridad continental. No es admisible, que los pueblos olvidados de siempre, sean convertidos en piezas de un juego internacional que ni buscan ni controlan, ni tampoco es tolerable que la intervención descarada, el asedio de fuerzas extranjeras, decidan el destino de esta parte sufriente del continente. Hoy como nunca, la solidaridad de los pueblos del Tercer Mundo, tiene la posibilidad de revertir formas obscenas de intervención, en salidas negociadas que enaltezcan la patria Latinoamericana. Es el tiempo de fortalecer las iniciativas del Grupo de Contadora, que es la única y precaria posibilidad de una paz creadora, que no se imponga por la infamia de las invasiones.
                      El Reto Magnífico
Crisis internacional, crisis económica, crisis social, crisis de liderazgo, no parecen ser la mejor compañía para empezar a transitar el período post-petrolero, en cuyo umbral nos encontramos. Pero no debemos amilanarnos, cada nuevo tiempo histórico produce los elementos para domeñarlo, la enseñanza de Bolívar nunca fue más elocuente que cuando en Pativilca, derrotado y enfermo respondiera con aquel único vocablo: Vencer. Venezuela está lejos de haber sido derrotada, si acaso la aqueja una enfermedad curable y pasajera, que más nos incomoda porque teníamos el hábito de la salud y el menosprecio de la mesura y de la continencia.
Para nuestra generación se trata de un reto magnífico. Venimos del momento de las viejas ilusiones, que se debatían entre las bondades de un capitalismo presuntamente avanzado y el espejismo de un teórico paraíso socialista que naufragó en manos del autoritarismo. El tiempo nuestro es el de la osadía de pensar y construir un sistema social, anclado profundamente en las posibilidades creadoras del pueblo, que haga de la libertad no la simple ausencia de represión abierta y que haga de la justicia no el otro nombre de las migajas mal repartidas. Lo que nos toca construir es una sociedad de ciudadanos reales, que se hagan a sí mismos en —y por medio de— la participación.
Hemos de renunciar al estilo, que usa al ciudadano para legitimar un poder que, las más de las veces, le es ajeno, pero que lo condena a la desaparición civil sistemática. Es, entonces, el tiempo de los hombres.
El camino que tenemos que transitar, es definido y visible, para todo aquel que anteponga el patriotismo y la sensibilidad, a deleznables intereses subalternos mas no es corto ni es terso. La coyuntura, no por compleja deja de ser propicia, los venezolanos, en una proporción nunca vista, en los veintiséis años de ininterrumpida vida democrática, otorgaron su confianza y su mandato al Dr. Jaime Lusinchi, cuya trayectoria y méritos es innecesario destacar, tampoco voy a caer en el fácil artilugio, de valerme de una oportunidad como esta, para resaltar con motivaciones partidistas fuera de lugar, a la organización que resultara victoriosa en esos y los subsiguientes comicios, tal empeño desmerecería la responsabilidad y la distinción que la representación nacional me ha deferido, al escogerme para pronunciar estas palabras. Lo que quiero enfatizar es lo inequívoco del pronunciamiento colectivo, nos permite afirmar, en contra de quienes se inclinan por explicaciones puramente casuísticas, que la magnitud del triunfo, si no el triunfo mismo, obedeció a que se presentó a la consideración del país, el esbozo de un nuevo proyecto político, que rescataba y actualizaba el sentido revolucionario, transformador y popular, que esperamos informe los mejores logros de este quinquenio. Proyecto político que, asumiendo la esencia profunda de la crisis, propone una concertación nacional, concertación que nada podría lograr, en las circunstancias que vivimos, si toma  la forma de un simple acuerdo de generales, de un arreglo por arriba, a nivel de las cúpulas institucionales, sean estas políticas o gremiales, empresariales o sindicales.
Venezuela requiere hoy, del concurso de todos y cada uno de los individuos, que sobre su suelo viven y laboran, poco importa donde hayan venido al mundo, cada voluntad y cada conciencia debe estar al servicio de la meta común: superar la crisis, afianzar sobre bases sólidas nuestra soberanía. Ninguna gran empresa colectiva ha sido hija de un solo hombre, ni siquiera de un grupo de ellos, la grandiosa epopeya de nuestra Guerra de Independencia no la hicieron sólo los generales y los próceres civiles de la aristocracia criolla.
Ninguna clase social tiene derechos de autor sobre, lo que para bien o para mal, hoy somos. Cada llanero “pata en el suelo”, que fue a blanquear con sus huesos el helado suelo del altiplano, sin que importe que hubiese sido libre, liberto o esclavo, es tan libertador de Venezuela como el marqués del Toro y ha hecho más por su patria que el marqués de Casa León y tantos Casa-Leones que ha habido en todos los tiempos.
Por ello, debemos tener nítida la idea de que, ningún gobierno, por perfecto que pudiese hipotéticamente ser, podrá por si sólo sacarnos adelante. Cada ciudadano tiene que poner su esfuerzo, trabajando más, rindiendo mejor, educando a sus hijos, cumpliendo las leyes, predicando con el ejemplo. La batalla se gana o se pierde, día a día, en cada hogar, en cada fábrica, en cada aula y en cada pedazo de tierra de nuestra geografía.
Los cambios acaecidos sin nuestro concurso y los que a nosotros nos toca propiciar, hacen imperativo un proceso de transformación de los patrones de conducta del venezolano, una toma de conciencia colectiva, de que estamos viviendo una etapa de transición hacia un nuevo tiempo histórico, una nueva actitud ante la vida tendrá que imponerse. Todo esto supone una revolución cultural, en la cual la sociedad venezolana deberá encontrar o reencontrar sus valores esenciales, porque creo como Charles Peguy que: “La revolución será moral o no será revolución”, a la masa amorfa, sin identidad y desorientada de hoy, deberá sustituirla un país consciente y orgulloso de su destino, deslastrado de ripio retórico, firmemente afincado en la realidad de nuestro tiempo, pero con ánimo y voluntad de moldearla para provecho colectivo, un país que, sin sacrificar la libertad, le dé a cada uno de sus hijos la posibilidad de su plena realización, un país consecuente con el legado histórico, de los egregios varones que, a pocos metros de este lugar, hace hoy ciento setenta y tres años, proclamaron al mundo el advenimiento de Venezuela.



1 comentario:

  1. Ya van treinta y un años, y mantiene vigencia, no porque yo haya sido un vidente, ni mucho menos, sino porque nuestro país está infinitamente peor. Que desgarradora realidad, nos vamos a ir por un albañal...

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